Rosa Montero: «El sentido del humor coloca las cosas en su justo lugar»
Acaba de publicar «La carne», su nueva novela con Alfaguara en la que Soledad, la protagonista, contrata los servicios de Adam, un gigoló.
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Acaba de publicar «La carne», su nueva novela con Alfaguara en la que Soledad, la protagonista, contrata los servicios de Adam, un gigoló.
Rosa Montero es pequeña, nerviosa, insegura confesa y auto exigente hasta el delirio. Sin conocerla es difícil imaginar que ese envoltorio menudo esconde las cataratas del Niágara. Pero es pura sorpresa y ahí están sus emociones en sube y baja. Y sus ganas de vivir. Y el miedo a la muerte en vida de todos los escritores. Y unos tatuajes de golondrinas, o ese otro: «Ni pena ni miedo», título del poeta chileno Raúl Zurita, que encontró escrito en el desierto de Atacama y no dudó en llevarse a la piel. Amiga de sus amigos –«mi mayor tesoro», asegura–, es rotunda cuando se impone, precisa si el discurso lo requiere, solidaria con las causas que elige, divertida y gamberra en ocasiones y fiel, siempre, a cuanto defiende.
Construir un personaje
Podría decir aquello de «Contengo multitudes», de Walt Whitman, e incluso utilizar parte de su divina esencia para derramarla en los personajes de sus celebradas novelas, pero casi nunca lo hace. Ahora, en «La carne» (Alfaguara), de alguna manera, sí. O si no de ella, de su mundo. «Normalmente mis libros suelen partir de personajes muy lejanos a mí y además me gusta ese viaje interior. Ser novelista es poder vivir otras vidas, y cuanto más extremas, más me gusta, pero llevaba seis o siete años con un deseo de volver a hablar de mi mundo, de hacer una obra que pasara en el Madrid contemporáneo y con personajes de mi edad en un espacio más o menos intelectual o artístico. Y mientras iba creciendo ese deseo, seguía escribiendo mis otras novelas, hasta que hace tres años un amigo me contó que una conocida suya había contratado a un gigoló para que la acompañara para dar celos a un ex amante en una cena de gala multitudinaria. No supe más. Pero aquello me abrió la cabeza como un rayo y empezó a crecer la novela. Enseguida apareció Soledad».
Soledad. La protagonista de «La carne». Una mujer a la que le va muy bien su nombre, dura y peleona, y en la década de los sesenta, como su creadora. A ninguna de las dos se les hubiera pasado por la imaginación contratar a un gigoló, pero una lo hace en el relato y la otra habló con dos y al segundo le tuvo que pagar por sus servicios. (Sonrí Rosa). «Es cierto. Hace como 30 años, cuando estrenaron “American gigoló”, le hice una entrevista a uno español en verano para “El País”, pero no guardaba esa entrevista y además no me servía de nada porque había pasado mucho tiempo. Así que entré en una de las páginas que hay en internet y contraté a uno. De hecho, le pagué la tarifa mínima –200 euros una hora, creo que era– y quedamos en una cafetería. El chico fue encantador y cuando le dije que quería información se quedó muchísimo tiempo y luego me dio su e-mail para cuando me surgieran dudas». De aquella conversación nació el Adam de su novela, igual de guapo y con un trabajo paralelo al del gigoló real, en una España donde hay más oferta que demanda, pero poco más en común con él.
Rosa necesitaba construir un personaje a la medida de su historia y del propio viaje de Soledad por una vida con tantas sobradas razones para la angustia que se van descubriendo, con contenido suspense, página a página. «La novela cuenta lo que le ocurre a esta mujer, pero en realidad habla de las cosas básicas que nos pasan a mujeres y a hombres. Cosas tan duras como envejecer, el miedo a la muerte y lo que el paso del tiempo nos hace, como que podamos hacer de nuestra vida un disparate o incluso perderla con decisiones absurdas. Y también del miedo al fracaso, de una relación laboral difícil... Trata de temas muy amargos y tristes y duros, pero lo hago con sentido del humor, porque a mí siempre me ha gustado el sentido del humor. Lo uso en mi vida y en mis novelas. Y quizás, ésta es la que con más sentido del humor he escrito porque lo necesitaba para que la historia no fuera terrible. El sentido del humor coloca las cosas en su justo lugar, no permite que se conviertan en melodrama, hace que nos veamos en nuestra pequeñez y, además, que la compartamos con los demás humanos. Eso hace que los dolores sean más llevaderos, porque el dolor compartido duele menos».
Es cierto que el humor parece un salvavidas en el océano de ese dolor instalado en tantos renglones de la novela, alimentado por la necesidad de seducción, de sexo, incluso de amor, mientras la vida va escurriéndose sin remedio. Desde él se ve que, incluso entonces, cuando el paso del tiempo se percibe a otra velocidad, se cometen tonterías y desmesuras por amor que duelen mucho. Ahí está la propia Soledad para demostrarlo. Y más aún sus escritores malditos: «Sobre ellos, Soledad, comisaria de exposiciones, está preparando una muestra en la Biblioteca Nacional. Y mientras lo hace, ella, que es una mujer culta, respetada y con un relativo éxito, pero que siempre se ha sentido al borde del abismo, de la exclusión social, de la marginación, se va mirando en sus historias, que son anécdotas increíbles, estrafalarias, alucinantes (ahí está la de William Borroughs que se cortó una falange con unas tijeras de deshuesar pollos por amor), que parece que me he inventado, pero que son todas reales, menos una... Soledad se mira en ellas y se siente maldita». Pero ni está maldita ni es un monstruo. Es sólo una mujer con una historia de carne que se ablanda y envejece. Como la de todos.
La propia Rosa Montero se encuentra en la novela con ella. Son contemporáneas pero afrontan el paso del tiempo de manera tan distinta que la protagonista arremete contra ella. Contra sus tatuajes y su ropa de Zara con la que Soledad piensa que Rosa pretende engañar al tiempo. Al final, las dos comparten «haber alcanzado los 60 y tener 16 por dentro». No son las únicas.