Una asignatura pendiente
No puedo decir que, en mi infancia, fuera el típico chaval «jovial» propio de los desenfadados setenta. En los largos veranos en un pueblo de la sierra madrileña, mientras mis primos jugaban al balón y corrían y saltaban y fanfarroneaban, yo me escabullía sin que me advirtieran, me metía debajo de una gran encina y en una mesita de jardín medio coja me dedicaba a dibujar viñetas. No tenía muchos medios, pero me daba igual. Cuando, tras un rato de trabajo, tenía algo que creía que merecía la pena, pedía prestado algo de dinero a mis padres me encaramaba a una bici BH sin frenos hasta llegar a una fotocopiadora antediluviana donde me gastaba todo mi capital en fabricar varios ejemplares de mi obra, mayormente plagiada de otros tebeos que había leído, que convenientemente doblaba y grapaba, y que luego vendía a mis familiares. Con ocho años, pues, ya era editor, pero también dibujante.
No tenía mucha gente con la que hablar de tebeos, así que sé que no se trataba de una moda, de un rito de paso. De las series de cómics belgas y franceses sacados de la biblioteca, primero, y luego de la revista «Mad» (Drucker, Prohias, Aragonés, Angelo Torres, Jack Davis, Wood y Elder), deduje que existía un mundo mejor, superior a la grisura de mi vida de colegial con gafas. Más tarde vendría la lectura de la «Historia de los cómics» editada por Toutain, los ejemplares comprados en el rastro de las aventuras del «Garaje Hermético», las fantasías de Moebius, los prohibidos álbumes de Milo Manara (prohibidos en mi casa), las aventuras asiáticas y africanas de Giuseppe Bergman, los primeros cómics de La Movida, Gallardo y Mediavilla, «El Ecologista Comix», Ceesepe, Romeu, Nazario, Max y su Peter Punk, y luego Metal Hurlant, los ecos españoles de Pilote, el cómic francés, Gerard Lauzier, Claire Bretécher, el underground, Crumb, Shelton, Garry Trudeau y Doonesbury. Dediqué años enteros a salir lo justo y a leer tebeos sin parar. Luego, en un arranque de decencia, comencé Derecho, y poco a poco se fue diluyendo. La vocación pasó a ser literaria más que puramente artística. Leí «Ulises», escribí poemas (como todos), edité un par de fanzines...
Cuando monté Impedimenta en 2007, tras varios años ejerciendo de editor en otros sellos, si algo tenía claro es que el lugar natural de las novelas gráficas era la librería. Había leído, como todos, ese terremoto llamado «Maus», de Art Spiegelman, y sabía que tenía más valor literario que el 90% de las obras que uno podía encontrar en cualquier mesa de novedades. Era Arte con mayúsculas. Ahí es donde deberían estar los cómics: junto a Claudio Magris, Cesare Pavese, Philip Roth y García Márquez. De algún modo, la labor de publicar cómics en Impedimenta, pues, se me antojaba como la más vocacional de todas. No concebía mi editorial sin una colección de novela gráfica. Era una asignatura pendiente, suponía darle sentido completo a una línea que intuía coja. Hasta que abrimos la colección «El chico amarillo» (en homenaje a «The Yellow Kid», el protocómic del dibujante Richard F. Outcault, un artista que para los amantes del tebeo significa lo que para los amantes de la novela Defoe o Cervantes) solíamos volcar ese cierto prurito estético que gobernaba inconscientemente todo lo que hacíamos en el cuidado exquisito de las portadas, los motivos gráficos, en la cartelería, en la propia web. Fue para adecuar esta colección a una línea ya muy definida de libros por la que la gente nos seguía por lo que decidimos empezar publicando biografías de iconos literarios que admirábamos: Virginia Woolf, de Gazier y Ciccolini, Thoreau. «La vida sublime», de Le Roy y A. Dan y «Piscina Molitor». «La vida swing de Boris Vian», de Cailleaux y Bourhis. En 2014 publicaremos la adaptación al cómic del «Tristram Shandy» de Sterne. Nuestra intención es comenzar a rescatar clásicos del cómic . Y terminar de dotar de contenido a una colección que queremos que sea central en nuestra andadura.
*Fundador de la editorial independiente Impedimenta, que publica el cómic