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Libros

La Viena de Freud: origen de la psicoterapia moderna

El estudio de la neurosis, el deseo sexual, los traumas y las depresiones empezó con visionarios plasmados en este libro en torno a la psicología

Sigmund Freud, father of psychoanalysis, as he poses for sculptor Oscar Nemon in Vienna.
Sigmund Freud posa para el escultor Oscar Nemon en VienaAgencia AP

El inventor del psicoanálisis, Shakespeare, encontró en Sigmund Freud a su codificador; el psicólogo había leído al poeta en inglés desde joven, y se convertiría sobre todo en un Shakespeare en prosa; el psicoanálisis está agonizando, hoy es esencialmente literatura; Freud como escritor sobrevivirá a la muerte del psicoanálisis… Estas afirmaciones las firmó Harold Bloom en «El canon occidental», donde interpretaba a Freud desde su condición de escritor, la misma de la que Vladimir Nabokov se burlaba al considerarlo un «autor cómico». Hoy es escaso el número de psicoanalistas freudianos, y las voces críticas en contra de las teorías del de Moravia son infinitas. Pero sus libros aún atraen interés, y no sólo aquellos que lo biografían –el ejemplo más notorio es el de su amigo y colaborador Ernest Jones, quien dispuso de documentación familiar inaccesible para otros con la que perfiló la historia del psicoanálisis en paralelo a la obra de su maestro, en «Vida y obra de Sigmund Freud»–, sino a su entorno o a su red de influencias de carácter literario.

Fue el caso de la biografía sobre Marie Bonaparte (Tusquets, 2013), paciente de Freud, y también su discípula y hasta su salvadora de las garras nazis; esta sobrina nieta de Napoleón I de Francia, además, tuvo una vida bien llamativa: traumas infantiles, un marido homosexual e infidelidades de los dos, obsesión por la frigidez sexual cuya consecuencia más asombrosa será una operación quirúrgica ¡para acercar el clítoris a la vagina!, por un lado, y, por el otro, intervenciones de carácter político, socorro a cientos de intelectuales para huir del nazismo y una relación con Freud muy particular, de cariño y admiración mutua, por no decir de enamoramiento.

Aquel libro, que firmaba la biógrafa Célia Bertin, contaba con un prólogo de la historiadora y psicoanalista Élisabeth Roudinesco, que afirmaba que Marie superó el hastío y la locura gracias a su encuentro con Freud en 1925, a los cuarenta y tres años, para superar trances como la muerte un mes después del parto de su madre, la relación distante con su padre, geógrafo y antropólogo, la severa educación de la abuela paterna y el largo matrimonio con Jorge de Grecia, amante de su tío Valdemar. Con aquel libro el lector conocía el contexto de la Sociedad Psicoanalítica de París, que Marie Bonaparte fundó junto con otros psicoanalistas en 1926, o en torno a la intimidad y labor profesional compartidas con Freud, de la que fue su principal traductora. Así las cosas, estamos en el campo de estudio en el que ha incidido Steve Ayan en «Arquitectos del alma. De Viena al mundo: la invención de la psicoterapia en el siglo XX» (traducción de María José Viejo Pérez).

Pensamiento hacia lo sexual

El inconsciente, el sexo, la ansiedad o el yo son algunos de los términos que sirven de títulos para los capítulos de este trabajo y que serán familiares para todos, hoy más que nunca porque la psicoterapia está en nuestro día a día por medio de una infinidad de técnicas, modas o estudios que tocan la psicología, la psiquiatría, el «coaching» y demás maneras, más o menos científicas, de ayudar al ser humano a encontrar sentido a su existencia y alcanzar un anhelado bienestar personal. Ayan, psicólogo y periodista científico, experto en neuropsicología e investigación de la conciencia, cuenta en el libro anécdotas como la de un hombre que camina por la calle y «le llama la atención un anuncio descolorido. “Limpieza de sostenes”. Ay, no, “arcenes”. Niega con la cabeza. Qué rápido se desvía el pensamiento hacia lo sexual. ¿Será cierto, entonces, que tras las ideas más triviales se oculta esa “libido” que el compañero al que va a visitar considera la fuerza motriz de la psique? Quizá sea como él dice, por muy escandaloso que parezca. ¿Esto solo demuestra que los seres humanos reprimimos lo que nos mueve en lo más profundo?».

Freud junto a su hermana Anna
Freud junto a su hermana Annalarazon

Por supuesto, el amigo al que se refiere este pasaje es Freud, que se acerca a los cincuenta años y que reúne a un grupo de facultativos cada semana para intercambiar ideas. Es diciembre de 1902 y Viena presume de ser la capital de la monarquía austrohúngara, llena de migrantes que buscan una oportunidad al albur de la industrialización. Es una ciudad que bulle de actividad con una gran oferta de mano de obra y en la que también sobrevive gente vive hacinada que se ve obligada a trabajar quince horas diarias sin poder evitar una cotidianidad por completo miserable. Mientras, el reinado de Francisco José ha llegado a su quincuagésimo quinto aniversario, ajeno a las necesidades de su pueblo, cuenta Ayan, en un tiempo en que «el progreso y la inventiva parecen no tener límites y, en consecuencia, las expectativas de futuro son muy elevadas». Sin embargo, la esperanza en una próxima edad de oro «también despierta sentimientos negativos. Muchos se sienten abrumados por el rápido ritmo del cambio y padecen hipersensibilidad y ansiedad».

Las fuerzas del deseo

Es el momento en que, dice el investigador, se propagan enfermedades como la neurastenia, «mezcla de inquietud y abatimiento», y la histeria, «muy extendida entre las mujeres», en un entorno que ve el florecimiento de la burguesía y el comercio tanto como el aumento del antisemitismo. Es la Austria, asimismo, artística, con los pintores Egon Schiele y Gustav Klimt, los escritores Hugo von Hofmannsthal y Arthur Schnitzler, los compositores Arnold Schönberg y Gustav Mahler, los arquitectos Otto Wagner y Adolf Loos, así como el periodista Karl Kraus y la «salonnière» Lou Andreas-Salomé: «Todos ellos desprecian la estrechez de miras y la huera pomposidad, al tiempo que se rebelan contra la exaltación general de la razón y el progreso. La muerte y el erotismo son sus temas predilectos», apunta Ayan, quien explica que las vanguardias artísticas e intelectuales de finales del siglo XIX consideraban que no sólo había racionalidad en el interior del individuo y que había «que conquistar primero la oscura “terra incognita” del alma, gobernada por las fuerzas del deseo y la violencia. El ser humano tiene que dominar sus demonios interiores, su inconsciente, si quiere ser dueño de sí mismo».

Bajo estas premisas, científicos como Alfred Adler (el protagonista de la confusión sostenes/arcenes), Wilhelm Stekel, Max Kahane o Rudolf Reitler escuchan lo que tiene a bien decir Freud, que ya ha publicado sus estudios sobre la interpretación de los sueños, y prosigue con la exposición de sus conclusiones médicas, basadas en el hecho de que, «bajo los pensamientos y asociaciones que salen a la luz, se hallan enterrados recuerdos cuya represión es la causa de la ansiedad, de las compulsiones y hasta de la histeria»; la palabra daba nombre («hystéra», «útero» en griego) a algo cuya génesis era aún un enigma pero que Freud relaciona con recuerdos opresivos que resuenan en la parte inaccesible de la psique hasta que acaban manifestándose en forma de síntomas. Y entonces llega la clave del método psicoanalítico: «Para curar al enfermo, es necesario sacar a la luz esos recuerdos, al menos en parte, y saber interpretarlos correctamente. Si los pacientes son capaces de dar salida al afecto reprimido, los síntomas desaparecen». En ese momento sucede la «catarsis», y empieza toda una andadura psicoterapéutica que llega hasta hoy y que siempre le deberá todo a aquellos inicios vieneses de Freud y al discípulo con el que acabó rompiendo su relación profesional, Carl Gustav Jung, cuyo prestigio va en aumento en detrimento del de su maestro.

Un nutrido psicoanálisis de la A a la Z

Decía el crítico literario Harold Bloom que, «en cierto sentido, todos somos freudianos, lo queramos o no». Y así se deduce hojeando el «Diccionario amoroso del psicoanálisis» (Debate, 2018) que publicó Roudinesco, tras décadas de conocimientos y experiencias, y viajes por todo el mundo conociendo sociedades psicoanalíticas. La autora quiso con ello «explicarle al lector la forma en que el psicoanálisis se nutrió de literatura, de cine, de teatro, de viajes y de mitologías para llegar a ser una cultura universal». No en vano, el psicoanálisis se asoma de un modo o de otro en la «prensa sensacionalista, historietas, caricaturas, series de televisión, etc.; está presente por doquier en la pluma de los editorialistas, a tal punto que su vocabulario –lapsus, inconsciente, diván, paranoia, perversión, superyó, narcisismo, etc.– se ha incorporado a todas las formas de discurso».

El niño Sigmund deseando a la madre

Con «Freud en su tiempo y en el nuestro» (Debate, 2015), Élisabeth Roudinesco superó la biografía de Ernest Jones, que fue la primera autorizada (tres volúmenes, 1953-1957); la decisión había sido de Anna Freud, la hija menor, que eligió a este discípulo para una tarea tan difícil como inabarcable, pues, como bien dice Roudinesco, la montaña de archivos conservados del psicólogo vienés abre «una pluralidad infinita de interpretaciones». Esta autora colocaba al psicoanalista de niño, amando a su madre, «viril y sexualmente deseable», y descubría al chico atraído por los grandes conquistadores que después vengan al padre o lo superan, como Aníbal o Napoleón; al hijo cuyo padre cree que «nunca llegará a nada»; al adolescente «embargado por un deseo carnal, [que] prefería ver en cada muchacha la sombra tendida de su madre, al extremo de enamorarse de ellas».