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Lo que Le Pen no quiere que se sepa de Francia

Después de la rendición francesa a Alemania en 1940 el régimen de Vichy reemplazó a la Tercera República francesa. Dirigido por Pétain colaboró activamente con el régimen nazi.
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  • La Razón es un diario español de información general y de tirada nacional fundado en 1998

  • David Solar

    David Solar

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«Francia no es responsable de Vél d’Hiv (...) Si los hay, son los que estaban en el poder en esa época, no Francia», declaró Marine Le Pen suscitando la indignación de sus rivales electorales, de 700.000 franceses de origen judío y de millones de compatriotas cuyos abuelos se jugaron la vida para salvar a 200.000 judíos. La candidata del ultranacionalista y xenófobo Frente Nacional exhibía su negación del colaboracionismo con los nazis y del papel francés en el Holocausto, y hay muchos franceses de acuerdo con ella: al menos sus más de siete millones de votantes.
Colaboracionismo y antisemitismo en 1940-44 son dos asuntos que Francia ha sido incapaz de digerir. De Gaulle y sus sucesores rechazaron ambas lacras, utilizando la ficción de la ilegalidad del régimen de Vichy, «porque el Gobierno legal era el de la Francia Libre». Tal urdimbre sirvió a De Gaulle y sucesores para sentarse en la mesa de los vencedores de guerra, obtener un asiento en el Consejo de Seguridad, perpetuarse en el poder y tapar un pasado vergonzoso. La verdad fue otra.
El 16 de junio de 1940 por la tarde Paul Reynaud, primer ministro del Gobierno francés establecido en Burdeos, propuso trasladarse a Argelia para continuar desde allí la guerra contra el III Reich. La mayoría de los ministros fue contraria y el prestigioso Pétain, que acababa de asumir la cartera de Estado, declaró que él permanecería en Francia compartiendo la derrota con sus compatriotas porque «la patria no se lleva en la suela de los zapatos». Reynaud, dimitió y el presidente Albert Lebrun nombró primer ministro a Pétain, que formó gobierno y solicitó el armisticio.
Charles De Gaulle, recién ascendido a general que había cobrado cierta relevancia como enlace de Reynaud con el primer ministro británico, Winston Churchill se hallaba en Londres. Partidario de seguir la guerra desde Argel se indignó por el rechazo, por la caída de su protector y, sobre todo, por la capitulación, que le alejaba de los aledaños del poder, dejándole en el exilio sin oficio ni beneficio. De Gaulle, por inspiración propia o de Churchill, lanzó una proclama el 18 de junio de 1940, en la que rechazaba la capitulación, proclamaba la Francia Libre y fundaba el Comité Provisional de Resistencia de Francia, reconocido por Londres.
Mientras De Gaulle avanzaba con lentitud y ningún peso en la guerra hasta 1942, Pétain lograba que Berlín le permitiera cierta autonomía en la mitad sureste del país, con Vichy como sede de su Gobierno. Una vez allí asumió la jefatura del Estado; el 9 de julio, Senado y Cámara de Diputados aprobaron la revisión constitucional y el 19 se le otorgaron poderes para la elaboración de una nueva Constitución de la República.
Eso permitió a Pétain un régimen personalista que, sin intervención parlamentaria, gobernaba mediante decretos. Prohibió partidos políticos y sindicatos; persiguió a los opositores comunistas o socialistas organizó el Ejército del Armisticio y una policía política. En suma, fue una dictadura muy mediatizada por Alemania, que garantizaba su obediencia reteniendo a dos millones de prisioneros. Pétain fue un colaboracionista con matizaciones: rechazó aliarse a Hitler, cederle su flota y, hasta 1942, toleró a los judíos y no les obligó a llevar la estrella amarilla.
Y debe consignarse que si rompió relaciones diplomáticas con Londres tras el bombardeo británico de Mers-el-Kebir, negoció secretamente con Churchill una convivencia realista: el «premier» no apoyaría la acción de De Gaulle en las colonias (salvo en Chad), y aflojaría el bloqueo marítimo; a cambio, el mariscal amarraba su flota y no se aliaría con Alemania.
En la Francia de posguerra descendió la producción, subió el paro, creció la inflación y se impuso el racionamiento, pero, también, comenzó la reconstrucción y se vivió mejor que en el resto de los países ocupados. Al margen del posibilismo de Vichy, los industriales franceses habían corrido a colaborar, lo mismo que sus obreros. El 1 de julio de 1940, según el comunista «L’Humanité»: «Los obreros sólo exigen trabajo; esperan que se abran las fábricas y se les de trabajo. No charlaremos sobre el regreso al trabajo, nos pondremos a trabajar y deprisa. Hay exigir a los patronos que abran ya sus empresas...».
La gran mayoría trató de sobrevivir, como un personaje de la escritora Irène Némirovsky, que le dice a su amante: «Tranquilo, tranquilo... Nosotros no podemos hacer nada ¿verdad que no? ¿Qué podemos hacer? Todas las lágrimas del mundo no cambiarán las cosas. Ya vendrán días mejores. Hay que vivir para verlos, ante todo hay que vivir... Hay que aguantar» («Suite Francesa»).
Hubo cierta resistencia, pero tan débil que, en mayo de 1941, el Cuartel General alemán informaba: «Dada la escasa actividad anti alemana puede decirse que reina el orden en todo el país». La situación cambió cuando Hitler invadió la URSS: los comunistas, hasta entonces comprometidos por el pacto germano-soviético, pasaron a la acción. Con todo, la Resistencia aún era insignificante a mediados de 1942: en un semestre había realizado un centenar de acciones, causando la muerte a 52 alemanes e hiriendo a 70, cosa irrelevante para un gran país ocupado. La resistencia agobió poco al invasor, cobrando relieve unos meses antes del desembarco de Normandía (06-06-1944). Tras la llegada de los aliados, Francia corrió en socorro de la victoria. Según el historiador Henri Amouroux: «Había cuarenta millones de petainistas y, de pronto, en junio de 1944, cuarenta millones de resistentes».
Alemania impuso sus leyes antisemitas, arrinconando a unos 350.000 judíos (100.000, extranjeros). Les expropió 152.000 negocios, más de 4.000 obras de arte e ingente de bienes muebles. Les prohibió trabajar en la administración, en medicina, en enseñanza, desempeñar actividades culturales (prensa, cine y teatro). Vichy quedaba incluido en esas leyes, aunque allí se imponían de forma más laxa.
Todo empeoraría en ambas zonas a partir de enero de 1942, tras la conferencia de Wansee, que decidió el exterminio de los judíos europeos. A Francia fue enviado Karl Oberg, un duro jefe de las SS, encargado de cumplir las instrucciones de Eichmann. El 15 de Julio de 1942, una nueva ley les prohibía entrar en todo tipo de lugares públicos de cultura, deporte o recreo, incluyendo cabinas telefónicas. Pero lo peor llegaría a las 4 de la madrugada del 16 de Julio de 1942, cuando 4.500 de gendarmes, con 27.361 fichas de judíos, cribaron París para detenerlos. Apresaron a 13.152 personas y, prácticamente con lo puesto, los encerraron en el Vél d’Hiv. Luego, parte fue rebotada a Vichy; el resto, tras una estancia infernal en el velódromo, terminó en los campos de exterminio. A este asunto se refería, concretamente, Marine Le Pen en la cita del comienzo.
Más de cien mil familias franceses se beneficiaron de la deportación de los judíos, quedándose con sus puestos de trabajos y propiedades. Pero debe resaltarse que unos 200.000 judíos se salvaron gracias a que millones de franceses se jugaron la libertad y la vida por ayudarles. Hubo quien organizó canales de fuga y pueblos enteros se implicaron en darles refugio, como Le Chambon-sur-Lingnon, en el Alto Loira, que escondió a más de 3.000 judíos.
Francia quiso olvidar la atroz política deparada a sus judíos y despejaba toda responsabilidad hacia los nazis. Hasta que 1995 en el aniversario de «la rafle du Vel d’Hiv», el presidente Jacques Chirac realizó una inesperada declaración: «...La locura criminal del ocupante fue secundada por franceses, por el Estado francés. Hace cincuenta y tres años, el 16 de julio de 1942, policías y gendarmes franceses respondieron a las exigencias nazis (...). Francia, la patria de la Ilustración y de los Derechos del Hombre, tierra de acogida y de asilo, hizo algo irreparable. El horror no había hecho más que comenzar: hacia Auschwitz partieron 64 trenes y 66.000 deportados judíos no volvieron nunca. Tenemos una deuda imprescriptible con ellos (...). Reconocer los errores del pasado y los delitos del Estado, no ocultar nada sobre las horas más oscuras de nuestra historia es defender la libertad y la dignidad del hombre».
Los judíos aplaudieron el gesto, pero les faltaban víctimas. Dos años después, durante el clamoroso proceso de Maurice Papon, Chirac terminó con el terrible secreto entregando a la comunidad judía la documentación sobre las deportaciones, que ascendió a 149.000 personas, doble cantidad que la inicialmente admitida. Chirac, pedía perdón en nombre de sus compatriotas, reconocía la renuncia moral del régimen de Vichy y se refirió a aquella época como «días de humillación, abandono y traición».