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Los horrores del Coliseo

larazon

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La primera vez que visité el Coliseo romano me impresionó ya verlo desde fuera. Colas interminables de turistas anhelaban poner los pies en la arena más sangrienta de la historia. Se respiraba allí una atmósfera fúnebre, tétrica, espectral, como si se hubiese congelado el horror. Vespasiano empezó a levantar el Coliseo en el año 69 de nuestra era, y Tito lo terminó doce años después. En realidad fueron cuatro años de intenso trabajo con la ayuda de 12.000 judíos cautivos llevados a Roma por Tito tras la conquista y destrucción de Jerusalén, muchos de los cuales perecieron luego en la arena devorados por las fieras en los juegos públicos. Así pagaba el César a sus deslomados esclavos.
Pese a encontrarse ya en ruinas, en pleno siglo XXI, casi la mitad de la primitiva montaña de mampostería y mármol ha sobrevivido a las invasiones bárbaras, a los saqueos de la influyente familia Barberini para edificar sus palacios con aquellos bloques de piedra, y a los Papas que decoraron las iglesias de Roma con el mármol que recubría todas las gradas del anfiteatro. Por no hablar de los terremotos o de los incendios que asolaron su estructura.
De las ochenta entradas del Coliseo, las setenta y seis para el público estaban numeradas. Todavía podían distinguirse los números romanos sobre los arcos que se mantenían en pie de milagro. El emperador accedía por una entrada especial y las vírgenes vestales, por otra situada en el extremo de la arena. Yo lo hice por la Puerta de la Vida, reservada en su día a la procesión triunfal. La Puerta de la Muerte era una estrecha abertura por la que sacaban arrastrando los cuerpos mutilados y sanguinolentos de las personas y de los animales sacrificados.
Observé el lugar donde estaba el palco del emperador en el Podium, término derivado del griego que significa pie, por la sencilla razón de que sobresalía del resto como una garra proyectada hacia adelante. Frente a este palco, muchos gladiadores pronunciaban su última frase: «¡Ave César, los que van a morir te saludan!». Y así era. Sólo el mismo día de la inauguración cinco mil parejas lucharon en la arena hasta morir.
Cuando un gladiador caía herido la multitud gritaba «¡Habet!». El infortunado levantaba un dedo implorando perdón. Si los más de 50.000 espectadores que cabían en el Coliseo consideraban que lo merecía, agitaban al aire sus pañuelos blancos, como grandes copos de nieve; en caso contrario, vociferaban repetidas veces «¡Occide!» (¡Matadle!). Entonces el emperador decidía. Casi siempre el gladiador victorioso remataba al caído.
Triste consuelo recibía el triunfador por matar al contrario para sobrevivir: varios cuencos de plata con monedas de oro; aunque la mejor recompensa era sin duda el rudis, una espada de madera que eximía al vencedor de futuros combates, preservando así su vida.
La víctima permanecía tendida unos minutos regando con su sangre la arena hasta que una siniestra figura, vestida de Caronte, el barquero mitológico que conducía a los muertos a través de la Laguna Estigia, irrumpía allí con un mazo de madera con el cual golpeaba la frente del vencido para cerciorarse de que estaba muerto. Sólo entonces se ceñía un gancho largo al cadáver para sacarlo de la arena por la Puerta de la Muerte.
La malvada imaginación del emperador Cómodo introdujo la lucha con animales salvajes, desde leones y tigres, hasta osos e incluso a veces elefantes y hasta hipopótamos. Cómodo disfrutaba disparando flechas a los leones desde su palco; en ocasiones bajaba él mismo a la arena y mataba sin distinción a gladiadores y fieras. El emperador se hacía llamar Hércules y ordenó difundir boletines relatando sus hazañas. Vestido con una piel de león, se rociaba la cabellera con polvo de oro. Aseguran que luchó un millar de veces, siempre con éxito.
En tiempos de Nerón, mediado el siglo primero de nuestra era, se acusó a los cristianos de haber incendiado Roma y con muchos de ellos se hicieron antorchas humanas en el circo, donde hoy se levanta la Iglesia de San Pedro. Pero también se les arrojó a las fieras del Coliseo. Resulta imposible precisar hoy el número de mártires registrados durante los dos siglos y medio de persecución romana. Con las fuentes disponibles, algunos historiadores de la Antigüedad admiten que tal vez pudieron haber muerto alrededor de 150.000 cristianos repartidos por un inmenso territorio, desde las iglesias del norte de África, hasta el Asia Menor, la Hispania, la Galia o la Germania. Y, por desgracia, en el Coliseo romano.
@JMZavalaOficial

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