Luchita Hurtado, la artista a la que Duchamp dio un masaje en los pies
La Serpentine Sackler Gallery expone el trabajo de esta casi centenaria y activa pintora, una de las musas de Man Ray
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La Serpentine Sackler Gallery expone la obra de Luchita Hurtado, de 98 años
Luchita Hurtado tiene 98 años que no aparenta ni por asomo, un ímpetu envidiable, una sonrisa franca. Su primera retrospectiva en un museo le acaba de llegar. Le ha merecido la pena esperar. Hans Ulrich Obrist, que es como decir el “factotum” en el mundo de la crítica y la dirección de arte, se fijó en su obra y le ofreció la posibilidad de colgarla en la Serpentine que él dirige. Un centenar de trabajos a través de los que repasar lo que ha sido su vida entre telas. Vive en Santa Mónica, donde posee un taller lleno de luz, a juzgar por las fotografías que hemos podido ver. Y una vida artística (y personal) apasionante.
Venezolana (vio la luz en Maiquetiña en 1920) de nacimiento a los ocho años se trasladó con su madre a Nueva York. Después vendría un periplo por diferentes ciudades del planeta. Y su regreso a Nueva York, una ciudad que hizo suya. Su círculo de amistades está jalonado por los nombres de Chagall, Léger, Miró, Frida Kahlo y Diego Rivera (de quienes era vecina), Breton, Tamayo.
Fue musa de Man Ray y Leonora Carrington le construyó a sus hijos una casita de juguete. Una noche, cuenta, Marcel Duchamp le dio un masaje en los pies. Ambos estaban sentados en un sofá en casa de una amiga de ella, Jane Reynal, en cuya casa se quedaba cuando vivía en México, y Hurtado estaba descalza. Al padre del urinario más famoso del arte no le vino otra cosa a la cabeza. No pasó más, pero ella cuenta que muchos especularon sobre lo que pasó en aquel encuentro y le preguntaron con aviesas intenciones. Nada. No pasó absolutamente nada.
Conoció a Pollock también, a Lee Krasher y Robert Motherwell. Pintó sin descanso. Se casó en dos ocasiones y tuvo dos hijos. Siguió pintando y también se consagró a la maternidad. Uno de sus vástagos se hizo un nombre en el mundo del arte. Y ella decidió pintar para sí. Quizá alguna exposición en los 70 y los 80, pero nada más. Las telas se apilaban. Una detrás de otra. Y en ella repetía sus iniciales “L. H.” Hasta que un día alguien sacó las obras del anonimato y les cedió una pared, varias paredes, un museo como Dios manda, que es donde se pueden ver desde hace unos días. "I Live I Die I Will Reborn"es el título de la muestra que repasa ochenta años de carrera y que estará abierta hasta el 20 de octubre.
Tiene Hurtado una manera personalísima de representar el cuerpo de la mujer, en escorzo, haciendo de sus pechos montañas en marrones y ocres, con un color café con leche que les otorga aún más calidez. También una mirada muy especial para observar desde arriba, desde lo más alto, en unas obras que recuerdan, aunque sea levemente pero lo recuerdan, el azul magrittiano, lo mismo que el verde de sus apetecibles manzanas. Confiesa, con una humildad chocante, que jamás comercializó con su arte, que nunca sacó provecho económico de vender sus pinturas. Sus esposos, más famosos que ella y su hijo, que también la opacó, la dejaron a un lado. O ella se quiso dejar a un lado. Sí trabajó duro realizando diseños de moda, haciendo carteles, pero jamás, revela, tuvo quien le llevara su carrera como pintora. Y vivió, ha vivido, dice, feliz. Ahora, rondando casi los cien, le llega la oportunidad ansiada mientras “Time” la distingue como uno de los cien personajes más influyentes. Ella, por lo que pueda suceder, sigue trabajando cada día. Y tiene pinturas que aún casi gotean.