Maldita la Gracia de Mónaco
El «biopic» sobre la princesa, cuestionado por su productor y rechazado por la familia real monegasca, inaugura el Festival de Cannes
Thierry Frémaux insiste: «Grace de Mónaco» parece haber nacido para abrir con todos los honores el Festival de Cannes. Es fácil entender sus razones: Grace Kelly se enamoró del príncipe Rainiero en este certamen, cuando presentó «La angustia de vivir» en 1955; los Grimaldi siempre acaban paseando su fondo de armario por la alfombra roja; y Cannes es el Mónaco canalla. ¿Dónde, si no, se pueden pagar 20.000 euros por pasar una noche en un hotel de lujo? En la batería de argumentos del delegado general del Festival, último responsable de la perezosa programación de esta 67ª edición, no está contemplada una razón de peso: que la película de inauguración deje buen sabor de boca. Y a tenor del abucheo consensuado que celebró la llegada de los créditos finales de este tedioso «pseudobiopic», está claro que «Grace de Mónaco» lo dejó más bien amargo.
Con todo, la polémica está servida. Harvey Weinstein, amo y señor de la distribución del filme en Estados Unidos, lleva mareando la perdiz con Olivier Dahan desde la fase de montaje. Ha pospuesto su estreno en dos ocasiones porque quería remontar de arriba abajo el desaguisado de Dahan, a lo que el director de «La vie en rose» se ha negado en rotundo. Parece que el magnate holly-woodense y el cineasta francés no han llegado a las manos por un pelo, y que Dahan no se ha cortado un ídem en ponerlo verde en declaraciones al diario «Libération». Lo último que sabemos de esta oportunista batalla campal es que, según la revista «Variety», Weinstein ha decidido estrenar el montaje original en territorio comanche pagando tres millones de dólares menos del precio pactado (de cinco a dos) en un principio.
Y seguimos. La familia real monegasca ha puesto el grito en el cielo, boicoteando su habitual presencia en la gala de inauguración porque consideran que «Grace de Mónaco» prostituye la vida de la difunta princesa sin atenerse a los hechos reales. Y eso que la película presenta a la madre de los Grimaldi como una Juana de Arco del «glamour», sin hacer una sola referencia a sus supuestas aventuras extraconyugales (ni tampoco a las del príncipe Rainiero). Lo cierto es que Dahan deja bien claro, con rótulo explicativo incluido, que lo que vamos a ver es una ficción. Y en la rueda de prensa de ayer, una políticamente correcta Nicole Kidman declaró que entendía las quejas de la familia Grimaldi, «porque los hijos deben proteger la memoria de sus padres», pero remarcó que ella había puesto «todo su amor» en su encarnación de Grace Kelly, y que nunca hubo malicia, y sí mucho respeto hacia su figura, por parte de todo el equipo.
Interpretación limitada por el bótox
Si se fijan, aún no hemos empezado a hablar del filme. Es tanta la información que ha generado, es tan copioso su fuera de campo histórico, que lo devora por completo. Olivier Dahan declaró que no había querido hacer un «biopic», que su película tenía muchos niveles de lectura. A la lectura política se le añade la intención de «hacer un retrato y de hablar del cine, es una película sobre el cine». ¿En qué sentido? La reconstrucción de época de la preciosista fotografía de Eric Gautier reproduce el «glamour» sofisticado de principios de los sesenta, o mejor dicho, de la imagen que el cine dibujó de ese periodo. En «Grace de Mónaco» Kelly se enfrenta a lo que será su último gran personaje. Hitchcock pretende que sea Marnie, la cleptómana frígida, pero la rubia de hielo, tentada por tan suculento papel, finalmente prefiere interpretar a la princesa Grace, la devota chica de Philadelphia que se transforma en la Cenicienta encerrada en su torre de marfil, entregada a la familia Grimaldi, a las causas humanitarias y a salvar al principado de las garras nacionalistas del general De Gaulle.
«Grace escogió el amor», confesó Kidman. «El amor es el núcleo de las emociones. Siempre digo que, cuando gané un Oscar y volví a casa sin tener a nadie que me esperase, fue el momento más solitario de mi vida». Kidman, que admitió que su película favorita de Kelly es «La ventana indiscreta», tuvo cinco meses para preparar el papel, revisó toda la filmografía de la protagonista de «Solo ante el peligro» y estudió material de la época en que ya era princesa. La empatía que una actriz siente por otra actriz, por el peso del escrutinio público en cada uno de sus gestos privados y declaraciones a la Prensa, se nota en una interpretación que sería brillante si Kidman, con la cámara pegada a su rostro, no estuviera limitada por el bótox. El suyo es, probablemente, el único personaje de la película que no roza la caricatura: Tim Roth presenta a un príncipe Rainiero más soso que una manzana, Paz Vega a una Maria Callas toda lugar común y Parker Posey a un ama de llaves propia de una «Rebeca» pasada por el tamiz de «Muchachada Nui».
No nos olvidemos, claro, de la lectura política. Dahan imagina el conflicto entre Francia y Mónaco que gobierna la intriga central del filme –el principado se ha convertido en paraíso fiscal para empresarios franceses, y De Gaulle, inmerso en la guerra de Argelia, pretende implantar un impuesto a los monegascos para compensar la fuga de capitales de su país– como el punto crítico de la vida de Grace Kelly, el momento en que tiene que decidir si se convierte en mártir para la causa. Resulta improbable, por no decir risible, que un solo gesto de la princesa pueda desbloquear una crisis diplomática de semejante calibre, pero es el modo que Dahan tiene de evidenciar lo que, para él, vendría a ser el tema principal de la película; esto es, la responsabilidad social del artista. Quizá para compensar la visión políticamente sesgada que nos ofreció de la vida de Edith Piaf en la infame «La vie en rose», en la que huía como de la peste de culpabilizar a la cantante por su supuesto colaboracionismo con los nazis durante la Francia de la ocupación.