Maletas extraviadas, maridos infieles y un agente de la KGB
Un libro repasa las obras perdidas (por incendios, censura de herederos o extraños robos) de ocho autores capitales de la literatura mundial.
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Un libro repasa las obras perdidas (por incendios, censura de herederos o extraños robos) de ocho autores capitales de la literatura mundial.
En la parisina estación de Lyon, a Hadley Richardson le entró una sed tal que, antes de partir destino Lausana para encontrarse con su marido, Ernest Hemingway, bajó del tren y compró una botella de Evian. A su vuelta, la maleta que llevaba consigo había desaparecido del compartimento. En su interior iban las primeras creaciones (relatos y hasta una novela completa) del por entonces periodista ignoto del «Toronto Star». Lo contó el propio Hemingway en «París era una fiesta»: «Yo nunca había visto que nadie sufriera por nada que no fuera una muerte o un dolor físico insoportable, excepto a Hadley cuando me dijo que le habían robado los manuscritos». El futuro Premio Nobel viajó inmediatamente a París y hasta publicó un anuncio ofreciendo dinero a quien lo encontrara. Todo fue en balde y, durante un tiempo, la carrera de un genio indiscutible del siglo XX estuvo a punto de truncarse: «Yo pasaba por una mala época y creía que nunca más volvería a ser capaz de escribir».
¿Qué hubiera sucedido si...?
Se preguntaba Pascal qué hubiera sido de la Historia, con mayúsculas, si la nariz de Cleopatra hubiese sido chata. Con la Literatura (también en mayúsculas) podemos hacer la misma reflexión: ¿qué hubiera sucedido si Petrarca jamás hubiese dado a la luz sus «Rime Sparse», esos «poemitas que se me han caído de las manos»? ¿Y si Max Brod, en un impulso de fidelidad, hubiera cumplido la orden tajante de su amigo Kafka de quemar toda su producción a su muerte? Siendo así, ¿podemos hablar de Historia de la Literatura en tanto entidad monolítica, finalista, inevitable? Parece ser que no. Y menos aún si atendemos a las enseñanzas de Giorgio Van Straten en su «Historia de los libros perdidos» (Editorial Pasado & Presente), una recopilación de los relatos, novelas y memorias que no vieron la luz jamás, a pesar de que un día existieron en forma tangible, y que quizás podrían haber reformulado la Historia.
Los herederos, los robos y el fuego (especialmente el fuego) acabaron con las obras (a veces primerizas, a veces con vocación definitiva) de grandes autores como Gogol, Byron, el mencionado Hemingway y Malcom Lowry, entre otros, dejando en su lugar un hueco que ocupa sólo la fantasía del letraherido: «¿Y si fuese ese vacío el que nos fascina, porque podemos llenarlo con la idea de que lo que nos falta es la pieza decisiva, perfecta, inigualable?», se pregunta el escritor florentino. ¿Cuántas «obras maestras desconocidas» (robando un título a Balzac) se han quedado en el camino? Van Straten se centra en ocho casos, uno de los cuales a buen seguro se hubiera convertido en un imprescindible: las memorias de Lord Byron.
Una cosa está clara: el vate romántico nunca quiso que esa obra en la que hablaba a las claras de su homosexualidad y otros asuntos escandalosos desapareciera. De lo contrario, no la habría vendido a un editor para ser publicada seguramente tras su muerte. Sin embargo, en 1824, en el despacho londinense de ese mismo editor, se consuma un aquelarre literario: unas seis personas (entre ellos amigos del poeta y su hermanastra) acuerdan devolver las dos mil libras de anticipo que el editor Murray entregó a Byron y quemar esas memorias llenas «de páginas escandalosas y peligrosas». El poeta Thomas Moore es el gran opositor a esta medida, mientras que Cam Hobhouse, uno de los primeros amantes del escritor, defiende la solución drástica del fuego. Ya había logrado, con Byron en vida, que éste destruyera sus diarios. Las memorias le siguen finalmente por la senda de la consunción. Pero nadie quería ser el brazo ejecutor: «Es posible que al final tuviera que hacerlo un sirviente, un gris e ignorante empleado de la casa», señala Van Straten.
El papel de los herederos es fundamental en estos casos. Con Sylvia Plath muerta (suicidada), la responsabilidad de su obra recaía en su amado y odiado esposo infiel, Ted Hughes. Esta figura ambivalente promocionó la obra poética de Plath al tiempo en que destruía celosamente sus diarios. Van Straten se centra asimismo en la novela «Double exposure», unas 130 páginas inacabadas que Plath dejó al morir. Aunque Hughes siempre afirmó que su pérdida fue casual o quizás responsabilidad de la madre de la fallecida, el autor se muestra convencido de que Hughes asumió la destrucción por su cuenta. Mientras que, con los diarios, los motivos están claros (proteger a sus hijos de unas páginas no duras, sino durísimas), se desconoce qué revelaba «Double exposure». Sin embargo, Van Straten deja una rendija abierta para con esta obra: «Entre los papeles que el enigmático Hughes donó a la Universidad de Georgia hay algunos que no pueden ser consultados antes del 2022, sesenta años después de la muerte de Sylvia. No puede exclusirse que entre esos materiales se encuentre también el texto perdido de “Double exposure”».
Nazis contra «el mesías»
De ida y vuelta es también la historia de «El mesías», la novela visionaria (y perdida, por supuesto) de Bruno Schulz. Al manuscrito se le perdió la pista cuando dos oficiales nazis, en un pueblecito de Polonia, en 1942, deciden saldar una pelea matando al esclavo de uno de ellos: el mismo escritor que veía en «El mesías» «la obra decisiva de su vida». Durante años, décadas, la novela de Schulz se considera totalmente perdida. Pero, poco después de la caída de la URSS, resurge la esperanza: un diplomático sueco se entera en Kiev a través de un agente de la KGB que en manos de la policía política soviética obra el texto mecanografiado. El Gobierno polaco se interesa por la historia, y unos expertos validan, a través del estudio de una página, que efectivamente puede tratarse de «El mesías». El diplomático sueco, actuando en nombre de Polonia, paga una cantidad considerable al agente de la KGB, y se hace con la copia, pero... «puede que recogiera el manuscrito o puede que no –concluye el autor–. No lo sabremos, porque en el viaje de regreso tuvo un accidente de automóvil, el coche se incendió y murieron tanto él como el chófer».
También relacionado con las llamas, el caso de Gogol es uno de los más particulares retratados por Giorgio van Straten: el del escritor que atenta contra su propia obra por un afán insuperable de perfeccionismo. Ya de adolescente, narra el autor, «escribió una poesía y la publicó en una revista local pero, ante las reacciones negativas suscitadas, compró todos los ejemplares de aquella gaceta y los quemó». Al final de sus días volvería a convocar al fuego contra otra de sus creaciones, la continuación de su obra mestra «Almas muertas». La novela se había publicado con un éxito inmenso en 1842 y el huraño, místico y visionario escritor planeaba continuarla hasta dar con una especie de «Divina comedia» rusa, una obra definitiva y total. «Fue esta voluntad de producir algo que no tuviese defectos, una obra de arte que contuviera a la vez las razones de la literatura y de la moral, la que precipitó su tragedia humana y creativa», señala Van Straten. Diez días antes de morir, en 1852, un Gogol postrado y loco pidió a su siervo Semyon que le acercara una carpeta con más de 500 hojas. Pasó media hora frente al fuego sin que los gritos del joven criado pudieran hacerlo entrar en razón. Ya sea por el fuego (Dostoevsky) como por la política (Pasternak, Bulgákov...), toda la historia moderna de la literatura rusa es una lucha contra la destrucción y el olvido. «El idiota», «Doctor Zhivago» y «El maestro y margarita» rozaron la tragedia; la segunda parte de «Almas muertas» no se salvó de la quema.