Historia

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«Mi primo Luis Cuenca pasará a la historia como el asesino de Calvo Sotelo»

María Teresa Osende Cuenca, «la persona más próxima en parentesco que queda aún con vida», dice, rompe su silencio sobre el asesinato que encendió la mecha en julio del 36

Documentos y fotografías que María Teresa Osende Cuenca conserva todavía hoy de su familia / Kike Taberner
Documentos y fotografías que María Teresa Osende Cuenca conserva todavía hoy de su familia / Kike Tabernerlarazon

María Teresa Osende Cuenca, «la persona más próxima en parentesco que queda aún con vida», dice, rompe su silencio sobre el asesinato que encendió la mecha en julio del 36

María Teresa Osende Cuenca –«Piruca», en familia– es prima hermana de Luis Cuenca Estevas, el verdugo del líder monárquico José Calvo Sotelo. Nacida en La Coruña el 15 de marzo de 1929, María Teresa conserva todavía hoy la mente lúcida a sus 88 años y ha decidido romper por fin su silencio para proclamar con rotundidad, en honor a la tranquilidad de su conciencia ante la Historia: «Luis Cuenca fue el autor del asesinato de Calvo Sotelo», asegura a LA RAZÓN. Nadie de su familia había sido capaz hasta ahora de reconocer públicamente que Luis Cuenca disparó a bocajarro por dos veces consecutivas en la nuca al líder monárquico Calvo Sotelo, cuyo crimen provocó, como ya sabe el lector, el estallido de la Guerra Civil española. Cuenca viajaba aquel infausto 13 de julio de 1936 justo detrás del diputado, a bordo de la camioneta número 17 de la Dirección General de Seguridad.

Imagen inédita

María Teresa Osende Cuenca nos ha facilitado también una valiosa fotografía de Luis Cuenca de niño-adolescente, pues nunca hasta ahora se había publicado un solo retrato de él, permitiéndonos acceder además a parte de su correspondencia privada; en concreto, a una carta de Luis dirigida a su padre seis años antes de perpetrar el vil asesinato. Fechada el 30 de marzo de 1930, a la edad de veinte años, la epístola constituye una prueba de la bondad que caracterizaba entonces al futuro homicida: «Querido papaíto: no te he escrito antes debido a que estuve en el hospital enfermo con anginas y además el estómago que no me deja en paz...». Y se despide así: «Recibe muchos abrazos de tu hijo Luis».

«Creo –manifiesta ahora María Teresa Osende Cuenca, en alusión a Luis Cuenca– que soy la persona más próxima en parentesco que queda aún con vida. Su padre [Manuel Cuenca Vázquez, progenitor de Luis] era hermano de mi madre, y su madre [Soledad Estevas Fernández] era prima hermana de mi padre. Conocí la trayectoria familiar de mis primos a través de las conversaciones con mi madre; ella desgranaba sus recuerdos y su dolor en la soledad de nuestras tardes en el campo... Luis era al principio un buen chico, pero creció bajo la perniciosa influencia de su madre y de los acontecimientos».

Conozcámosle mejor a él a través de su propio hermano. En la Causa General se conserva hoy la declaración inédita de su hermano Juan, prestada tardíamente, el 17 de enero de 1956, cuando éste contaba ya 40 años y era comerciante de profesión, la cual reproduje ya por primera vez en mi libro «Los expedientes secretos de la Guerra Civil» (Espasa-Calpe).

Veamos qué decía él entonces: «Hace un año me nacionalicé venezolano, sin perder la nacionalidad española. He venido ahora a España, con mi familia, por asuntos particulares. Resido accidentalmente en Madrid, en la calle del General Álvarez de Castro número 1.

»Mi hermano es Luis Cuenca Estevas, que en el libro de la Causa General aparece con el nombre de “Victoriano”. Mi hermano nació en La Coruña, en 1910 o 1911, hijo de nuestros padres Manuel y Soledad. Nuestro padre era ingeniero industrial. Éramos una familia de clase media; mi hermano cursó el Bachiller y se presentó más tarde a unas oposiciones, que no ganó, al Cuerpo de Aduanas.

»Reveses de fortuna obligaron a mi padre y a mi hermano Luis a marcharse a Cuba en 1928, donde tuve noticias de que Luis anduvo envuelto en los jaleos de los estudiantes que ocurrieron en La Habana en aquella época, aunque ignoro si fue durante la Presidencia de Machado o con posterioridad a la misma.

»Mi padre y hermano regresaron a España en 1932, pero muy poco después mi padre volvió a marcharse de España al Gran Chaco, entre Bolivia y Paraguay. Mi hermano Luis se afilió a las Juventudes Socialistas con marcada inclinación a la figura de Indalecio Prieto, a quien acompañaba en todos los mítines en que éste intervenía, asistiendo también a los que iban Fernando de los Ríos y Besteiro.

»Mi hermano Luis vivía con entera independencia de mí, quizá influido por disgustos familiares –y no por causa mía–, que no vienen ahora al caso mencionar, y por eso no tenía noticia muy exacta de la vida que llevaba. Ignoro cuáles fueron sus medios de vida en aquel entonces, aunque tuve noticia de que tenía unas representaciones y después que estuvo trabajando en un sindicato.

»Sí sabía la estrecha amistad que unía a mi hermano Luis con el teniente Castillo y la que tenía, aunque más superficial, con el capitán de la Guardia Civil Fernando Condés, afines a sus ideas.

»Yo me encontraba en Madrid cuando el asesinato de don José Calvo Sotelo y no tuve la menor sospecha de que el autor fuera mi hermano, teniendo conocimiento de lo ocurrido hacia últimos de agosto de 1936, cuando un compañero del frente en Madrid me dijo que mi hermano Luis iba en la camioneta en que se dio muerte al señor Calvo Sotelo.

»En el frente de Somosierra, yendo en los grupos que se formaron para combatir, en una acción de guerra, encontró la muerte mi hermano Luis, el día 22 de julio de 1936.

»Yo me hice cargo del cadáver, realizando todas las gestiones necesarias para el entierro de mi hermano, al que di sepultura en el Cementerio Civil que está enfrente del de La Almudena, dándose la circunstancia de que fue enterrado, según me dijeron, en la fosa que había sido destinada y que después no se utilizó para el teniente Castillo.

»Me hice cargo de la documentación de mi hermano, habiendo desaparecido la misma del domicilio que entonces tenía durante la liberación de Madrid, pues en los registros que se hicieron en el referido domicilio no quedó nada del contenido que había en el mismo.

»También tuve conocimiento de lo ocurrido en relación con la muerte del señor Calvo Sotelo y con referencia a mi hermano Luis por el libro ‘‘El crimen de Europa’’, cuyo autor era Benavides, a quien fui a ver en 1937 para que me diera explicaciones sobre las pruebas o antecedentes que tuviera en relación con las afirmaciones que se hacían en dicho libro sobre mi hermano, negándose él incluso a retirar nada de lo que en el libro había puesto».

Podemos precisar, a diferencia de su hermano Juan, que Luis Cuenca nació en 1910 y que estuvo en Cuba durante la dictadura de Gerardo Machado, de quien llegó a rumorearse que había sido su guardaespaldas personal, razón por la cual se le motejó «El cubano» a su regreso a España. Catalogado como un elemento muy peligroso, de ahí su otro apodo de El pistolero, Luis Cuenca despertó recelos incluso en el ministro socialista Julián Zugazagoitia, que le consideraba «un elemento de acción, capaz de cometer asesinatos», como así fue.

«Luis –comenta ahora su prima hermana María Teresa– desgraciadamente pasará a la Historia como el asesino de José Calvo Sotelo, cuyo asesinato encendió la mecha de la Guerra Civil de 1936. La tragedia de su honor y arrepentimiento de comprender con espanto el infierno en que había caído, le llevó al frente de batalla y allí lo mataron. Pero antes les había dejado una carta a sus hermanos pidiendo perdón por aquella locura que le había convertido en un asesino».

EL ROBO DE LA AUTOPSIA

Presentado el «personaje», reconstruyamos los hechos advirtiendo antes que el informe de la autopsia practicada al cadáver de José Calvo Sotelo resulta todavía hoy tan estremecedor como ignorado. A las seis de la mañana del 14 de julio de 1936, Antonio Piga, médico forense del Juzgado número 3 y profesor de la Escuela de Medicina Legal, acudió al cementerio de Nuestra Señora de la Almudena acompañado por los también doctores Blas Aznar y José Águila Collantes, forense éste del Juzgado número 2 saliente, que realizaría también la autopsia al cadáver del republicano Melquíades Álvarez, acribillado a balazos al mes siguiente en la cárcel Modelo. Los tres galenos se disponían a cumplir una misión decisiva para desentrañar las circunstancias que rodearon la fechoría cometida con nocturnidad y alevosía contra un hombre inocente e indefenso.

El magistrado de Guardia Ursicino Gómez Carbajo, sustituido luego al frente del caso por el Juez Especial Eduardo Iglesias del Portal, el mismo que presidiría en noviembre el Tribunal Popular que condenaría a muerte a José Antonio Primo de Rivera, había ordenado la autopsia de Calvo Sotelo, cuyos detalles quedaron plasmados en un revelador informe. Hasta tal punto era trascendental este documento para esclarecer el crimen, que un grupo de milicianos armados hasta los dientes sustrajo con violencia la copia literal del mismo, custodiada en el Juzgado que instruía la causa.

Por fortuna, además de su buena memoria, los médicos forenses conservaban todas sus notas sobre la inspección del cadáver y las fotografías de las lesiones externas en el Archivo de la Sección de Investigación Criminal de la Escuela de Medicina Legal. Gracias a eso, pudieron reconstruir fidedignamente por segunda vez los hechos y las conclusiones a las que llegaron el 14 de julio de 1936, remitiéndoselas al fiscal instructor delegado de la Causa General de Madrid, el 5 de julio de 1941.

Cabello ensangrentado

Los médicos habían procedido en su momento a desnudar el cadáver, comprobando la completa rigidez de las cuatro extremidades. Llamó enseguida su atención el cabello impregnado de sangre. En la órbita del ojo izquierdo había un orificio de salida de bala; y en el dorso de la nariz, un hematoma de un centímetro de diámetro. Dieron la vuelta al cuerpo inerte y hallaron en la nuca dos orificios de entrada de proyectiles, cuya separación distaba tan sólo 25 milímetros. Las balas habían atravesado el cerebro por su base, produciendo con toda seguridad la muerte instantánea. En la cara externa de la pierna izquierda detectaron otro hematoma de unos quince centímetros de largo por tres de ancho.

Distinguieron también las inconfundibles manchas hipostáticas de color rojo vivo que salpicaban el cadáver, cuya presencia solía hacerse patente a partir de las tres o cuatro primeras horas post mortem. Los ojos estaban recubiertos por una especie de tela corneal y la deshidratación del cuerpo, iniciada a partir de la octava hora de la muerte, se apreciaba en la depresión de los globos oculares.

La temperatura del cadáver estaba equilibrada con la del medio ambiente. Las manos de concertista del doctor Antonio Piga sujetaron con firmeza el bisturí para practicar una profunda incisión en el cuero cabelludo de la víctima. El bisturí de Piga recorrió con destreza la parte trasera de la oreja derecha de Calvo Sotelo, pasando por la coronilla de su cabeza, y alcanzando instantes después el lado posterior de la otra oreja. Luego, fue desprendiendo con admirable pericia la piel y los tejidos, desde la parte inferior del rostro hasta la nuca. Echó mano de la sierra para cortar el cráneo por el ecuador. Levantó la tapa y cogió el cerebro con los guantes, con la misma delicadeza que si sostuviera una esfera de cristal de Bohemia.

«Abierta la cavidad craneal –se detallaba en el informe– y puesto al descubierto el cerebro, apreciamos el dato anatómico de un gran desarrollo de ese órgano con gran relieve de las circunvalaciones, sobre todo las frontoparietales. Se observó que estaba atravesado de atrás adelante por un proyectil del 9 corto que se encontró, previos los cortes de rigor, en el lóbulo frontal derecho. Además, existía otra herida de arma de fuego, también de atrás adelante, con orificio de salida –ya indicado– en la que por dicha causa no se encontró la bala. Con objeto de estudiar detenidamente los caracteres de los orificios de entrada, ambos con anillo de contusión, se cortó un trozo de piel de la nuca que se dejó en formol en la Escuela de Medicina Legal». Los médicos se convencieron de que ambas heridas se habían producido con un mínimo intervalo de tiempo, con la misma arma y que la misma mano la sujetaba; es decir, que había un solo asesino: Luis Cuenca Estevas.

LA PRIMERA VERSIÓN

Juan Cuenca aludía en su declaración a su encuentro con el escritor Benavides. Entre los papeles desperdigados de la Causa General hay uno que ha pasado hasta hoy inadvertido y que pone de relieve la sorpresa y el interés del fiscal secretario Joaquín Lacambra Grosso, encargado de la pieza especial «Antecedentes. Asesinatos de Don José Calvo Sotelo y Don José Antonio Primo de Rivera y Sáenz de Heredia», sobre un hecho destacado para la investigación del crimen.

Se trata de una comunicación de Lacambra a su superior, el fiscal instructor delegado de la Causa General, Antonio Reol Suárez, en la que informaba a éste del siguiente asunto relacionado con el caso el 15 de abril de 1943: «DOY FE: De que en esta Causa General hay un libro editado en Barcelona durante el dominio rojo en el año 1937, talleres gráficos de la editorial Ramón Sopena, empresa colectivizada, titulado ‘‘El crimen de Europa’’, con el subtítulo ‘‘Nuestra Guerra’’, de Manuel D. Benavides, en el que, en su capítulo III, página 39, y capítulo V, páginas 65 a 76 inclusive, que copiados a la letra y en su parte necesaria, se dice...».

A continuación, el fiscal Lacambra transcribía, en folios numerados, la primera versión impresa que se conoce del asesinato de Calvo Sotelo. Su autor, el gallego Manuel Domínguez Benavides (1895-1947), no era un consumado fabulador, aunque así lo considerase Luis Romero en su meritoria obra «Por qué y cómo mataron a Calvo Sotelo». De hecho, el relato de los acontecimientos efectuado por Benavides coincidiría en aspectos y detalles fundamentales con la propia narración final del instructor de la Causa General, tras tomar declaración a una legión de testigos.

Por primera vez, Benavides desenmascaraba ya en 1937 al asesino de Calvo Sotelo y facilitaba extremos y situaciones que ayudarían a completar la secuencia de los hechos criminales tal y como sucedieron. Asesino, por cierto, que se llamaba Luis Cuenca, y no «Victoriano Cuenca», como le denominaba reiteradas veces Luis Romero en su obra galardonada con el Premio Espejo de España 1982. Movido por el interés, no me conformé con leer la transcripción de la docena de páginas del libro de Benavides, perdida entre los centenares de legajos de la Causa General; ni tan siquiera con verlas reproducidas en uno de los anexos del también valioso libro «La noche en que mataron a Calvo Sotelo», del hispanista irlandés Ian Gibson, quien sí denominaba a Cuenca por su verdadero nombre. La temprana versión de Benavides me llevó a conseguir un ejemplar en una librería anticuaria y a devorarlo enseguida. El insigne poeta y doctor en Filología Románica, Eugenio García de Nora, elogiaba a Benavides en su célebre estudio «La novela española contemporánea»: «Es un escritor más culto, o un temperamento más equilibrado y armónico que Arderíus [el murciano Joaquín Arderíus y Sánchez-Fortún]; de modo que lo que pierde acaso frente a él en originalidad o fuerza creadora, lo gana en ponderación, claridad de ideas, precisión en el análisis de la sociedad que lo rodea, y eficacia y belleza formal y expresiva del lenguaje».

Su biografía novelada del magnate Juan March, titulada «El último pirata del Mediterráneo», le valió a Benavides la pena de cárcel en 1934. Estudió Derecho en la Universidad de Santiago y fue funcionario del Ministerio de Hacienda, además de redactor del semanario «Estampa» y colaborador del diario «El Liberal». Antes de su muerte en el exilio mexicano, registrada el 19 de octubre de 1947, dejó escrita para la posteridad su narración del crimen de Calvo Sotelo que no merece pasar inadvertida, como hasta ahora, en cuanto a documento primigenio se refiere. Advirtamos en justicia, eso sí, que Benavides incurría en algunas partes de su relato en un juicio ignominioso de Calvo Sotelo, inducido sin duda por su odio visceral al líder monárquico, a quien acusaba sin pruebas de ser un criminal de la derecha: «Fue él quien señaló a las pistolas fascistas el blanco de los oficiales leales que impidieron a los manifestantes del entierro del alférez Reyes llegar hasta el Congreso y apoderarse por sorpresa del Parlamento», escribía.

Nos interesa ahora su relato estricto del crimen porque, al margen de algunos errores garrafales, como confundir la fecha del asesinato del teniente Castillo y la del propio Calvo Sotelo, facilitaba ya entonces la identidad del asesino y de algunos de sus cómplices, así como el doble disparo efectuado contra la víctima en la nuca; por no hablar del crimen premeditado de Calvo Sotelo, a quien el capitán de la Guardia Civil Fernando Condés y Luis Cuenca habían decidido ya asesinar antes de que la camioneta saliese del Cuartel de Pontejos. Como si el mismo Benavides hubiese estado allí...

Comparto la tesis de Gibson, según la cual Benavides debió hablar con un testigo presencial del asesinato que le refirió multitud de detalles del mismo; testigo a quien el autor llamaba «Julio Robles» y que Gibson sospechaba que fuera el trasunto literario de Enrique Robles Rechina quien, según la Causa General, fue uno de los ocupantes de la camioneta número 17. Pero, en todo caso, a Benavides le hubiese bastado con leer el informe de la autopsia de Calvo Sotelo, robado a punta de pistola por un grupo de milicianos en julio de 1936, para componer su crónica negra del luctuoso episodio.

Párrafos coincidentes

¿Quién estaba en condiciones de asegurar, acaso, que el documento o una copia del mismo no pudo llegar a sus manos por conducto de alguno de sus confidentes? Sea como fuere, su larga versión del crimen coincide, insistimos, con algunos detalles esenciales de la minuciosa reconstrucción efectuada por los médicos forenses. Al año siguiente de publicarse la versión de Benavides, la revista «Fotos» dio a conocer el relato de uno de los ocupantes de la maldita camioneta. Incluido en el número 91 del citado semanario gráfico, correspondiente al 26 de noviembre de 1938, y bajo el llamativo título «Yo iba en la camioneta número 17», el autor del testimonio era el ex guardia de Asalto Aniceto Castro Piñeiro, recluido entonces en la cárcel conquense de Tinajas.

Castro Piñeiro tenía veintisiete años entonces y era natural de Pol, un pueblo de Lugo donde residían sus padres José Manuel y Manuela. En un despacho de la prisión se llevó a cabo la desconocida entrevista, firmada por un tal «Raniato», de la que existen algunos párrafos coincidentes, en líneas generales, con la versión publicada por Benavides; salvo en algún que otro detalle significativo, como que el cadáver de Calvo Sotelo fue abandonado a la entrada del Depósito, y no en el interior del mismo.

La memoria debió traicionar también a Castro Piñeiro al referirse a sus cómplices del crimen con nombres o apellidos incorrectos, aunque respetando en todo momento su graduación; o tal vez se debió a un error del reportero durante la transcripción de la entrevista. El testigo ocular eludió, por último, pronunciar el nombre del indeseable que disparó a bocajarro sobre la víctima, alegando que no lo sabía. Pero ahora ya sí, confirmado por su prima hermana María Teresa Osende Cuenca.