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Microchips: el tamaño será lo importante

En menos de siete décadas el poder de procesamiento de los ordenadores se ha multiplicado por millones. el autor imagina Cómo llegamos a este punto y, más importante aún, qué nos espera
larazon
  • Estudió periodismo en Buenos Aires Argentina. Allí comenzó su trabajo en el área de divulgación como jefe de sección en la revista Muy Interesante durante cinco años. En España ha trabajado en Muy Interesante, Clio, Psychologies, Quo, National Geographic. Ha colaborado con RNE y con el podcast de Muy Interesante. Ha escrito 3 libros de divulgación y cinco de literatura infantil que se han traducido a varios idiomas. Lleva 15 años en La Razón escribiendo sobre ciencia y tecnología

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En 1969, el sistema de guiado que usó la Nasa para llevar a la primera misión a la Luna tenía la misma velocidad y memoria que la consola NES (Nintendo Entertainment Systems), lanzada apenas quince años más tarde. En aquella época, el ordenador más potente, el CDC 6600, alcanzaba los 3 millones de operaciones por segundo. En 2019, el microchip más veloz y el más usado, el Snapdragon 855 de Qualcomm, estaba por encima de los 5 billones de operaciones por segundo. En pocas palabras, lo que antes ocupaba una mesa y apenas llegaba al tercer escalón en capacidad de «pensamiento», en 2019 cabía en un dedo y era un millón de veces más potente.
La llegada masiva de 5G en 2021 generó un gran cambio para los fabricantes de microchips. Ya no se trataba solo de conectividad, velocidad de descarga o del internet de las cosas. La posibilidad de almacenar todos los datos, archivos e información en la nube hizo que no fuera necesario dedicar un espacio específico a la memoria, ahora solo bastaba una pequeña para procesos sencillos; el resto estaba disponible en la nube. Así, los fabricantes ganaron casi un 50 por ciento de espacio y, con la tecnología de 2 nanómetros (que señala el espacio que separa los transistores: las neuronas del cerebro digital), pasamos de los 6 billones de transistores en 2019 a los 30 billones en 2032. Era obvio que faltaba poco para llegar al límite físico: una vez que no se pudiera ganar espacio y reducir la separación entre transistores había que hacer algo más para dar mayor capacidad de procesamiento a los móviles, los cuales se convirtieron en verdaderos ordenadores personales.
Ahora detengámonos un momento y hagamos memoria. En 2019 entrevistamos a Eloy Fustero, por entonces director de Qualcomm en España. Y le preguntamos por el futuro de los microchips.Ya en aquel entonces Fustero coincidía en la importancia del 5G para ellos. «Todo lo que tenga que ver con reducir espacio es bienvenido –nos decía casi 15 años atrás–, pero no es la parte más relevante en cuanto a la implantación de 5G. Seguiremos reduciendo el tamaño del chip para integrar más funciones en un mismo espacio físico. También reduciremos el consumo, o seguirá siendo el mismo pero podremos hacer más cosas con la misma cantidad de energía. En cuanto al uso de chips en 3D, estamos hablando de tecnologías que se aplican a superordenadores y en esos entornos sí que se habla de procesamiento en paralelo, en diferentes capas. En smartphones...». Y quedó allí.
Emular el cerebro humano
Quizá no nos pudo contar más. Puede que por aquellos tiempos apenas fuera una idea en estado embrionario, pero cuando en 2029 Qualcomm lanzó su Snapdragon 1000 la revolución fue similar en muchos sentidos a la del 5G. Del mismo modo que nuestro cerebro puede alojar más neuronas gracias a los pliegues, los ingenieros de Qualcomm decidieron no solo emular la capacidad de procesamiento del cerebro humano, sino también su diseño, y desarrollaron un microchip con pliegues microscópicos que permitió elevar la cantidad de transistores hasta un 40 por ciento en el mismo espacio físico.
La innovación facilitó dos aspectos primordiales. El primero fue que los ingenieros pudieron comenzar a desarrollar microchips en formatos diferentes al silicio y buscar así materiales biocompatibles. Del mismo modo que muchos terminales permiten quitar la batería, en la actualidad los teléfonos más avanzados hacen lo mismo con el microchip: este se puede quitar del smartphone y poner en una consola, una cámara, un televisor y hasta en el propio cuerpo, con el objetivo de llevar a cabo análisis médicos en profundidad.
El segundo avance en el que influyó fue en la capacidad de procesamiento, que elevó a los teléfonos móviles al mismo escalón que 10 años atrás ocupaban los superordenadores más potentes del planeta. De este modo, el teléfono se convirtió en un centro de trabajo, con pantallas desplegables y accesorios como teclados o ratones... y la desaparición, paulatina pero inexorable, de los ordenadores portátiles.