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Morandi, en voz baja

La galería Íñigo Navarro trae a Madrid hasta enero del año próximo 25 obras sobre papel del artista procedentes de varios coleccionistas italianos.
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La galería Íñigo Navarro trae a Madrid hasta enero del año próximo 25 obras sobre papel del artista procedentes de varios coleccionistas italianos.
La primera vez que montó Íñigo Navarro una exposición de Giorgio Morandi (1890-1964) fue en 2004. Le costó la vida, pero lo consiguió. Se inauguró un día fatídico, el 11 de marzo. Cuenta que el público, entre los invitados había coleccionistas italianos que habían viajado «ex profeso» a Madrid para el acontecimiento, no deseaba salir de aquel micromundo donde se respiraba una atmósfera de calma, paz y quietud, señas inconfundibles del artista. Afuera, el caos, las sirenas de las ambulancias, la muerte, con Atocha tan cerca. El jueves volvió a Morandi y volvió a sudar casi tinta china, pues asegura que conseguir los permisos es un arduo trabajo en el que hay que emplearse a fondo. Y el jueves, Franco salió del Valle de los Caídos para ser inhumado en el cementerio de Mingorrubio. Más bullicio fuera, de nuevo. Y en la galería de paredes blancas con los dibujos del pintor en las paredes, una lección de arte.
«Existe un interés global por su obra y en Asia se le considera uno de los más importantes artistas de Europa, de ahí que ahora apuesten por él», comenta Navarro, quien ha traído 25 piezas (fechadas de 1928 a 1963) entre dibujos y grabados y entre las que se ha colado merecidamente una acuarela que representa a una jarra de una delicadeza que solo un grande como Morandi podía conseguir. Además de los objetos recogidos en grupo, un vaso, una caja de galletas, un florero, se muestran unos paisajes bellísimos en los que pone de manifiesto su maestría. «Era un excelente grabador, yo diría que el mejor del arte moderno. Fue catedrático de grabado en la Academia de Bellas Artes de Bolonia».
Y pasó al papel lo que veía desde su ventana, poco más. Un edificio, unos árboles... Nos cuenta el galerista que apenas salió dos veces de su ciudad natal, la primera para ir a Venecia, en cuya Bienal fue premiado en 1948. De la segunda, que se cuestiona, no se tienen datos concretos. Su vida era casi monacal, austera. Vivía cuidado por sus tres hermanas solteras, que procuraban que nada le faltase. «Y es con esa constelación de pequeños objetos cotidianos con la que Morandi crea un universo que hace único. Los saca de su anonimato y los dota de excelencia. Y es precisamente esa su magia: hacer de lo cotidiano algo sublime. En esto se adelanta a su tiempo». Íñigo Navarro lo descubrió allá por 1987 en esas exposiciones únicas que montaba María Corral en el espacio de La Caixa cuando Madrid no tenía el atestado Paseo del Arte (una fortuna, todo sea dicho, y un privilegio) y se entraba y salía más de las galerías que ahora.
Luces sin color
La recorrió junto al pintor Joaquín Pacheco, «a quien daba gusto escuchar y con el que se aprendía siempre. Y descubrirle me iluminó». Era el Prado el único faro cultural. Llegó después el Reina Sofía, y luego, los demás. Ahí dice que descubrió el silencio de su paleta y habla de la cantidad de artistas españoles que han seguido su estela y su magisterio, como Cristino de Vera o Juan José Aquerreta, por citar un par de nombres. Los grabados que hay en el espacio de la madrileña calle Amor de Dios, 1, dejan al descubierto todo un juego de luces para el que Morandi no ha utilizado el color, «y conseguirlo es bastante complicado, aunque en apariencia parezca una tarea sencilla».
La obra del artista, que produjo no más de 500 óleos, está perfectamente catalogada. Era un hombre sistemático y se encargó de que todo estuviera registrado. Los grabados rondarán los 200. «Fue un artista que supo y quiso vivir sin prisa, distante de todo lo que supusiera ajetreo, se mantuvo lejos del mercado». Quizá esa segunda escapada fuera a la ciudad de Sao Paulo para recoger otro galardón, el gran premio de su Bienal, en 1954. Hasta los grandes del momento se desplazaban a Bolonia para conocerle. «Le adornan la sutileza y la humildad. Es un creador que infunde paz, que se expresa en voz baja». Y habla también de la pasión que sintió por los grandes artistas florentinos, como Paolo Uccello, Masaccio y Giotto: «Los tenía a la mano», añade Navarro.