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Música

Arde Cartagena

Los cartagineses Arde Bogotá se reivindican en su tierra, en el arranque de su gira española, como la banda de rock más poderosa del momento

La banda de rock cartagenera Arde Bogotá, durante el concierto que ofrecieron el viernes en su ciudad de origen
La banda de rock cartagenera Arde Bogotá, durante el concierto que ofrecieron el viernes en su ciudad de origenCharly Piazza

Han enmudecido, de golpe, todos los perros, justo en el instante en que las águilas descienden a escena. Entre el mar y la muralla –ay Cartagena, mon amour– se eleva un grito de humanidad y se activa una alta hoguera en cada cabeza y en cada pecho (rojo que te quiero rojo). Bienvenidos sean a la fiesta del rock and roll, donde cuatro amigos para siempre se han citado con la historia bajo la mirada implacable de los drones y de una luna a la que le han mutilado medio cuerpo. Puede que fuera de esos segundos únicos, de esa explanada nutrida de alientos, de esa explosión eléctrica y de esa voz de tuneladora que sostiene que lo único que queda entre ellos dos es el límite de la obsesión, haya otros mundos, pero ¿a quién le importa ahora eso? Que se mueran por unas horas la letra de la hipoteca y la del buga y las broncas conyugales porque aquí, maldita sea, hemos venido a invocar a Led Zeppelin y a los Clash y a Tom Petty. Aquí hemos venido a cantar y a saltar y a ascender mil metros corazón adentro.

Y se suceden las canciones como relámpagos de dicha –«Abajo», «Quiero casarme contigo», «Nuestros pecados», «Qué vida tan dura»–, y cuando Antonio García, el vocalista/intérprete, clama: «¡Que se caiga la cuesta del Batel!», le contesta con un rugido un cuerpo con miles de cabezas. Y la batería de José Ángel Mercader, las guitarras de Dani Sánchez y Pedro Quesada (colaborador de lujo) y el bajo de Pepe Esteban son el sinónimo exacto de la solidez y la potencia. Y pareciera que Antonio –tan Robert Plant, tan Bambino, tan Nino Bravo, tan Damiano– tuviera el don de hipnotizar al público y hacer con él lo que le dé la gana, que no es otra cosa que deleitarlo y deleitarse. Y siguen avanzando las canciones –«El beso», «Tijeras», «Sin vergüenza», «Flores de venganza»– hasta que «Big Bang» provoca un ruido que debe parecerse mucho al de un choque de planetas.

Hubo un tiempo, pongamos que hablo de los 70, en el que tres argentinos, Moris, Alejo, Ariel, y unos cuantos madrileños, Leño, Burning, Ramoncín, le metieron el soplete a la escena musical y colocaron el rock en la primera división. Después llegaron unos muchachos aceleradísimos, Barón Rojo, Obús, Ángeles del Infierno, y llenaron pabellones, pero aquello se desinfló como un balón de Nivea. El último tramo de los 80 fue para Héroes del Silencio, con un Bunbury encantador de serpientes, y en los 90 las aguas del Mar Rojo volvieron a abrirse para Extremoduro, Platero y Tú, Fito, y luego ya todo fue un erial. Pero desde hace unos pocos años hay una pléyade de bandas de rock, mayores, medianas, pequeñas, que se han propuesto cerrarle la boca a Bud Bunny y al imperio de la latinidad, y a cuya cabeza, antorcha en mano, confalonieros incontestables, resplandece Arde Bogotá.

La banda de rock cartagenera Arde Bogotá, durante el concierto que ofrecieron el viernes en su ciudad de origen
La banda de rock cartagenera Arde Bogotá, durante el concierto que ofrecieron el viernes en su ciudad de origenCharly Piazza

Y en la noche cómplice de Cartagena esos elegidos suenan sólidos, impetuosos, decisivos. Y Antonio –tan Son Gokū, tan método Stanislavski– adopta la forma de un Pegaso que extiende sus alas sobre una gasolinera de atrezo. Atrás quedaron los días en los que la corbata le asfixiaba y la toga le pesaba mil kilos, y en los que para trasladarse de Moratalaz a Embajadores necesitaba de una nave espacial. Madrid resultó no ser Hollywood, y aunque a veces no pueda evitar acordarse de cuando en Bocanada se dejaba servir un vino por una circunspecta y falsa Ana Guerra, mientras sentía que dentro del caos también hay islas, en Cartagena lo atornillan al suelo los abrazos de los suyos y no le hacen falta espejos.

Y siguen atronando las canciones –«Clávame tus palabras», «Exoplaneta», «Te van a hacer cambiar», «La Torre Picasso»– como una lluvia que quisiera neutralizar un calor sin precedentes. Con los ojos cerrados, aspiras fuerte y el olor te recuerda al de algo que comienza a chamuscarse al fuego –«Escorpio y Sagitario», «Virtud y castigo» (qué grande), «Copilotos» (gloriosa), «Flor de la Mancha», «Tan alto como tus dudas»–. Pero aquí hemos venido a conjurar a los Ramones y a los Sex Pistols, y el verano, como todo milagro, debe celebrarse.

Y mientras deshojo la margarita arranca «La salvación», ese himno con ecos finales de «One», que, ironías de la vida, Antonio interrumpe ante el desmayo de un asistente. La retoma al poco y la traca final –«Los perros», «Antiaéreo», «Cariño»– es una oda al anticlímax. Son tantas las emociones que resulta imposible cuantificarlas. Let’s get loud.

Cuatro niños de treinta años amenazan con rociar de gasolina, esta noche, las cenizas. El rock español tiene su rostro. Benditos sean.