Envejecer
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Envejecer no debería conllevar ni soledad ni tristeza, sin embargo muchas veces se trata de fenómenos que van juntos. Se dice que la salud de una sociedad se mide en buena parte por el trato que da a sus mayores. La nuestra no es precisamente un modelo. Pero, de otro lado, está en cada uno de nosotros el ir preparando ese momento para que, cuando llegue, lo vivamos como una etapa más de nuestra vida y no necesariamente la de los recuerdos y añoranzas, sino la de vivir otras experiencias desde la serenidad que proporciona el no tener que justificar ya nada ante los demás.
Y si eso es así para muchos ancianos –¡hasta la palabra nos suena hoy rara!– es aún más necesario para aquellos que han alcanzado la gloria terrenal. Los famosos suelen envejecer mal. Voy a poner el ejemplo de tres grandes voces: Marcella Pobbe, Renata Tebaldi y Franco Corelli.
La muerte de Pobbe pasó en España casi tan desapercibida como su carrera. Fue una grande que siempre creyó que no la valoraban con justicia y esta actitud la amargó sus últimos años. Vivía retirada, discutiendo y de mal humor con los que la rodeaban: sus vecinos y el personal del restaurante junto a su casa. Hay un reportaje del contratenor Stefan Zucker que retrata su resentimiento.
Escuché al teléfono, muy poco antes de su desaparición, la voz de Tebaldi. Sonaba aún bella, pero triste, y no he podido aún olvidar la profunda desazón que me causó. Padeció de joven la poliomielitis y andaba con esfuerzos no compensados aunque ocultase el defecto con una plantilla. Una de sus rodillas se resintió y le dio muchos problemas durante su carrera. Luego, a sus ochenta años, apenas podía andar y su salud se complicó con una diabetes y una operación de carótida. No quería que nadie la viera en aquellas circunstancias. Vivía casi recluida entre Milán y San Marino bajo los cuidados de un ama de llaves que heredó buena parte de la fortuna de la «señorita Tebaldi», como le gusta ser llamada.
Los nervios acabaron por destrozar la vida de Franco Corelli. Siempre fue un manojo de ellos. Recuerdo una llamada a Pedro Lavirgen, cinco minutos antes de empezar «Turandot» en Verona, título que compartían, para que le cantase las palabras iniciales de Calaf. Prácticamente vivía también recluido e incluso pasaba temporadas en un centro psiquiátrico. Son casos dolorosos. Menos mal que, al otro lado de la balanza, hubo una Giulietta Simionato que, a sus más de noventa años, volvió a encontrar el amor. A esa edad también se puede ser feliz.