Gergiev reencuentra a Mahler
Crítica de clásica: Ciclo la Filarmónica. Obras de Wagner y Mahler. Orquesta Sinfónica del Teatro Mariinsky. Valery Gergiev, director. Auditorio Nacional. Madrid, 13-II-2014.
A finales de 2010 tuvimos ocasión de estar en uno de esos conciertos que permanecen toda una vida en el recuerdo: el de Claudio Abbado dirigiendo la «Novena» de Mahler con su orquesta de Lucerna. Este era un dato muy importante a la hora de las propias expectativas previas ante la lectura de Gergiev. Un segundo es que no comulgo siempre con el maestro ruso, a mi modesto juicio bastante sobrevalorado. Así pues había en mí, como en el de otros presentes en el concierto, ganas por volver a escuchar la maravillosa música y cierta prevención ante la versión que pudiese llegar. La cita se abrió innecesariamente con el «Preludio» del acto III de «Parsifal», «El encantamiento del Viernes Santo», y un descanso previo al monumento mahleriano de hora y media. Una obra así basta con el acompañamiento inicial de una pieza breve para que, sin descanso, pueda acceder a la sala el público rezagado. El problema adicional de las dos también extraordinarias partituras elegidas es que, sacadas de su contexto y ofrecidas como aperitivo, pierden su dimensión auténtica, su inspiración y su capacidad de emocionar. Sonó bien la orquesta, pero hubo más notas que música.
Mahler no pudo nunca escuchar su «Novena», pues se estrenó en Viena en 1912, apenas un año después de su muerte. Lo hizo su amigo Bruno Walter y resulta sumamente interesante acudir tanto a las cartas que dejó el maestro como a su propia grabación de 1961. Sorprendentes las diferencias que existen en el último movimiento de Walter frente a las lecturas más actuales. Ese monumental adagio recuerda los finales de otras dos sinfonías de «despedida», la 45 de Haydn y la Sexta de Tschaikovsky. Mucho se ha dicho sobre este movimiento, escrito en una tonalidad un semitono más abajo que el primer tiempo. Los mismos Walter y Mengelberg, otro director cercano al compositor, no coincidían en sus apreciaciones. Gergiev no empezó bien el citado primer movimiento. Cierto que estamos ante una sinfonía de desolación, pero Mahler no llegó a pensar en unas notas tan hirientes a los oídos como las de maderas y metales del Mariinsky, por mucho que en ellas pueda encerrarse toda la amargura del compositor por la pérdida de su cargo en la Ópera de Viena; por la muerte de su hija María Anna; por la próxima suya, diagnosticada a causa de una endocarditis, o por la de una época que se desmoronaba socialmente y en la que la música había de encontrar nuevas formas de expresión. En el segundo tiempo, la danza de los muertos, y en el tercero, el de la burla a la muerte, quizá faltó finura y sobró sequedad y aspereza. Sin embargo, llegó el adagio y Gergiev se reencontró con Mahler en una lectura intensa que tuvo la virtud adicional de contar con un público que supo respetar en silencio su evanescente final. No llegó a lo de Abbado, pero fue una buena versión muy mejorada en su coronación.