Harteros, sublime
Obras de Mozart y Strauss. Intérpretes:M.Pollini, piano. A.Harteros, soprano. Orquesta de la Staatskapelle Dresde. Director: C. Thielemann, Festspielhaus. Salzburgo, 19-IV-2014.
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Siempre resulta dificil escribir juzgando la actuación de artistas que lo han sido todo. De un lado se halla el respeto a la figura y de otro también el respeto al lector, al que uno no debe llevar al engaño. Maurizio Pollini (Milán, 1942) es uno de los grandísimos pianistas de la historia reciente. A sus setenta y dos años no se conserva tan bien como otros y las diferencias son hoy notables, no ya con aquel joven al que escuché desgranar en sus inicios, como propinas, nocturno tras nocturno de Chopin en Múnich, sino incluso con quien en este mismo Salzburgo ofreció una «Hammerklavier» de quitar el hipo. Esta vez abrió la sesión con el n.21 de Mozart. Se suele decir que los impares son los mejores conciertos para piano de Mozart y desde luego el tiempo central del en «do mayor» es de lo más inspirado de su autor. Pollini salió al escenario encorvado y con paso difícil, bastante envejecido. Tuvo borrones en el primer tiempo que no se hubieran consentido en un joven desconocido, pero afortunada-mente surgió en el increíble «andante» el gran pianista que es. Curiosamente, en un tiempo con el que se identifican solistas
–Rubinstein, Barenboim, etc– de características bien diferentes. Música en cada nota, nivel que logró mantener en el «allegro vivace». El público vitoreó con mucho cariño a quien tanto ha dado en Salzburgo y Thielemann fue el primero en aplaudirle, tras un sólido acompañamiento.
Pero todos sabíamos que lo mejor de este carísimo concierto muy propio de gran festival –con dos solistas de alto caché– vendría en una segunda parte de peculiar concepción: nada menos que los «Cuatro últimos lieder» de Strauss con el añadido de un quinto –«Malven», orquestado por Rihm– tras «Así habló Zarathustra». Tuvo el poema straussiano la lectura llena de impulso, vitalidad y contrastes que eran de esperar en Thielemann. Sobrecogedora la potencia del inicio y sobrecogedor el serenísimo final, con un primer violín
–Matthias Wollong– de excepción, como demostró también en las canciones de Strauss. Él, Anja Harteros y Thielemann alcanzaron lo sublime. Creo no haber escuchado cantar mejor esta obra desde Jessye Norman en plenitud. ¡Qué derroche de sensibilidad, de seguridad, con una voz llena de sensualidad que se escucha en todo momento! En esto tuvo mucho que ver el exquisito cuidado con que la trató Thielemann. ¡Han de grabar la obra! Tras el final en pianísimo de «Abendrot», absolutamente de poner la carne de gallina, llegó el delirio del público. No era para menos. Una segunda parte así permanece en el recuerdo toda una vida y basta para justificar un viaje hasta Austria.