Sutileza frente a desenfreno
Crítica de ópera / «Moisés y Aarón». De Schönberg: «Moses und Aron». Albert Dohmen, John Graham-Hall, Catherine Wyn Rogers, Antonio Lozano, Michael Pflumm, Oliver Zwarg, Andreas Hörl, Julie Davies... Dirección de escena, escenografía, figurines e iluminación: Romeo Castellucci. Coreografía: Cindy von Acker. Director de coro: Andrés Máspero. Dirección musical: Lothar Koenigs. Coproducción con la Ópera de París. Colaboración con Patrimonio Nacional. Teatro Real, 24-V-2016
Por fin se ha estrenado en Madrid esta inacabada ópera de Schönberg. Recordemos que en la era Mortier se programó en concierto con formaciones coral y orquestal foráneas abortando el proyecto de presentarla en su versión escénica completa. Señalemos que el tema esencial de la obra, incompleta a la postre y estrenada escénicamente en junio de 1957 en Zurich, es el de la dificultad de comunicarse, de hacerse entender. La palabra, he ahí el talismán, la llave que mueve conciencias y situaciones. Schönberg construyó una especie de parábola, un mensaje en buena medida autobiográfico que pone sobre el tapete la eterna cuestión de la incapacidad del artista para dar a conocer, de forma inteligible, sus ideas. Claro que el lenguaje del compositor absolutamente no es el vehículo más idóneo para que el mensaje musical cale en el público medio. Pero sí es meridiano que las dudas de Moisés son las de todos; y seguirán siéndolo a pesar de este trabajo schoenbergiano y a pesar de la labor que, dentro de la propia ópera, realiza Aarón, hermano de Moisés, el que intenta traducir la inextricable palabra divina. Esas ideas han sido asimiladas, traducidas a imágenes, elaboradas a partir del manejo de constantes y sugerentes símbolos por el muy inteligente Castellucci, que ha edificado una suerte de «performance» de altos vuelos, con un despliegue escénico monumental, de raíz eminentemente intelectual y, por tanto, no exento de una cierta gelidez: en los movimientos, en las actitudes, en la escenografía. La palabra –que preside casi todo el primer acto con un río de signos de vertiginosa frecuencia– es la clave y que se contiene –un símbolo algo facilón– en el magnetófono que aparece en la primera escena y del que emana la cinta, que al final acaba envolviéndolo a él y a su hermano. La gran orgía del becerro de oro, presidida durante un rato por un silencioso, tranquilo y alusivo toro de 1.500 kilos, está diseñada con una hermosa contención, con movimientos coreográficos estilizados. Las distintas secuencias de la fundamental escena, en la que el pueblo da rienda suelta a los sentidos. Los sucesivos movimientos –Orgía de la ebriedad y la danza, de la destrucción y del suicidio, Orgía erótica– están solamente apuntadas en estrictos y solemnes gestos. Sólo brilla la desnudez de un cuerpo femenino. El resto son ordenados dibujos. El color negro del alquitrán va bañando los cuerpos originalmente blancos. En una suerte de estrecha piscina el pueblo se reboza y goza de los sentidos, la única vía hacia la divinidad presentida y no apreciada, de la mano de Aarón, incapaz de aclarar el silencio de Moisés. El contraste entre esa negrura de almas y cuerpos con el albo paisaje del primer acto, con los cantores poco menos que adivinados a través de una fantasmal neblina, embutidos en claros y etéreos ropajes, es magnífico y revela una fantasía cromática muy sutil de parte de Castellucci. La nívea montaña de la parte postrera acaba derrumbándose por delante del pueblo mientras algunos de sus componentes la escalan. Al final, todo es oscuridad bajo un firmamento estrellado. Moisés, aplastado por ese cielo, exclama la conocida frase: «¡Oh, palabra; tú, palabra, que me faltas!». Todo un resumen casi trágico. En esta producción todo está medido y aquilatado al máximo y la escena se imbrica en la compleja música milimétricamente. Gracias a la conjunción de ese espléndido trabajo del regista con el desarrollado por la batuta de Koenigs, clara, comprensiva y capacitada para sortear con soltura los esquinados ritmos, los contratiempos, los tenues pasajes, las marchas horrísonas, las danzas, las frases más dislocadas en el curso de la endiablada escritura dodecafónica, en la que, naturalmente, participa también el coro, en una de las «particellas» más difíciles de la historia de la ópera, brillantemente cumplimentada por los conjuntos del Real, que han ofrecido un auténtico espectáculo sonoro con exactitud, calor y encendido entusiasmo, que por momentos distrae del geométrico planteamiento de la dirección de escena.Dohmen fue un soberbio Moisés, por voz, la de un bajo barítono con medios, y por la fuerza de su recitado en «sprechgesang». Como lo fue la entrega de Graham Hall en la parte de Aarón, al que, considerando lo feble de su voz, la de un lírico-ligero nasal y estridente, no pudo otorgar las necesarias prestancia y autoridad. Aquí conviene una voz de mayores quilates y densidad. Sería largo enumerar a los demás solistas. Cumplieron con creces para redondear una noche insólita en la que no faltaron los bravos.