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Una Traviata fría y demodé

Crítica de ópera / Palacio de las Artes. «La Traviata», de Verdi. Intérpretes: Marina Rebeka, Arturo Chacón-Cruz, Plácido Domingo, Anna Bychkova, Olga Zharikova, Moisés Marín, Jorge Álvarez, etc. Dirección de escena original: Sofia Coppola. Dirección musical: Ramón Tebar. Palacio de las Artes. Valencia, 9 -II-2017.
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Enorme expectación, todas las entradas vendidas y presencia de altos estamentos sociales deseando ver una producción firmada escénicamente por Sofía Coppola, que no apareció, con vestuario de Valentino, que sí apareció. Citemos, desfilando por una enorme alfombra roja, a la Reina Sofía, vitoreada con cariño, a Monica Bellucci, a Nati Abascal, al presidente de Endesa y una pléyade de políticos . Un público deseoso de aplaudir, aunque también hubo quien desertó entre tanto intermedio. Exactamente igual que en Roma el pasado año.
Verdi estrenó «La Traviata», por cierto, un rotundo fracaso, en 1853. Mucho han cambiado las cosas desde entonces, cuando posiblemente hubo un descanso entre cada uno de sus cuatro actos. Hoy día se suele hacer un solo descanso en esta obra, entre segundo y tercer acto. No es lógico que una ópera de menos de dos horas y media dure más de tres y media. Fundamentalmente porque imposibilita la consolidación del drama y el espectador nunca llega a entrar en él. Pero es que tampoco la dramaturgia de Coppola ayuda a ello, con una dirección de actores prácticamente inexistente. Ella, que suele ser rompedora, parece haber sentido miedo ante Verdi y ha diseñado, junto con el escenógrafo Nathan Crowley, una producción rutinaria y demodé, que sólo se salva por dos preciosos vestidos de Violetta y el casi uniformado vestuario de los asistentes a las dos fiestas de la obra. Pero un traje no puede justificar que se coloque en el primer acto una inmensa escalera que no conduce a sitio alguno por su parte superior, tan sólo para lucir la admirable cola del vestido de la cortesana. No hubo razón tampoco para el último descanso, ya que los decorados de los dos actos que los rodean son bien fáciles de cambiar. Resultado: una enorme frialdad. Ni un asomo de lágrimas a la muerte de Violeta y ello representa un fracaso en cualquier producción de este drama verdiano. Baste otro apunte que denota la falta de ingenio de Coppola: sin duda habrá leído de la Callas arrojando sus zapatos mientras cantaba «Follie, follie» en la celebérrima producción de Visconti en la Scala y ella trata de imitarlo recordando a Rita Hayworth en «Gilda» cuando se quita los guantes. Todo demasiado burdo. El joven Ramón Tebar puso voluntad, orden y concierto en el foso con la que fue –quizá aún lo sea– la primera orquesta lírica del país sin alcanzar a levantar el vuelo de la emoción. Era quizá tarea imposible con los elementos del escenario. También con alguna muestra de bisoñez, como no controlar el volumen de las maderas para que se escuchase a la moribunda en el sutil momento de su lectura de la carta de Germont. La letona Marina Rebeka es una buena soprano que tiene bien estudiado el personaje, pero la voz no transmite. Plácido Domingo sí lo hace, posee muy claro el concepto del personaje, tanto vocal como escénicamente, y lo comunica con el poderío del gran artista que es. Eso sí, con frecuencia declamando, en un recitado entonado más que un canto y sin el color baritonal requerido. Pero aúpa la función. Un milagro vocal –también físico, ya que llegó al pregeneral desde Viena, donde dirigía «Romeo y Julieta», por cierto con críticas nada positivas– a sus casi ochenta años. Él es consciente de la temporalidad de todo ello y en sus contratos ya incluye la opción de cantar o dirigir. Hay veces en las que es mejor no entrar en detalles con algún artista y, por tanto, no hay olvido en esta reseña sino voluntad expresa. Se trataba de conseguir un éxito social y sin duda se logró, otra cosa es el resultado artístico. Exactamente igual que en Roma.