Napoleón, ascenso y ocaso del personaje más ambicioso de la Historia
Llegó a dominar el tablero de juego del mundo occidental durante más de una década
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Llegó a dominar el tablero de juego del mundo occidental durante más de una década
Para concluir la serie de los siete grandes personajes que llegaron a dominar el mundo hay que culminar y detenerse en el político y militar quizá más genial de toda la historia, al menos en el sentido que hemos Estado entendiendo en estas páginas. Primero por su extraordinaria labor como hombre de estado que supo refundar su nación varias veces desde las cenizas reinventándose, a la par, a sí mismo otras tantas. Pero también como estratega y militar que puso en jaque a todas las potencias de la época y llegó a dominar el tablero de juego del mundo occidental durante más de una década. Por eso creo que hay que completar esta serie con Napoleón como séptimo personaje: antes de él, aunque fuera émulo de Alejandro y Augusto, no hubo nadie semejante. Tampoco después de él sería igual nada en el mundo.
Napoleón Bonaparte, cuyo apellido (Buonaparte) delata su origen itálico, nació en Ajaccio en 1769, a un año escaso de que Córcega se incorporase a Francia, en el seno de una familia noble de la isla. Enseguida comenzó la carrera militar en el continente y aprovechó el estallido de la revolución para apuntarse al carro ganador de aquel movimiento imparable que habría de cambiar el mundo. Pronto empezó a ascender en el escalafón de los jóvenes militares revolucionarios gracias a su éxito en el sitio de Tolón, donde se había alzado uno de los últimos bastiones realistas franceses, con apoyo de Inglaterra y España, y que fue tomada a sangre y fuego. Desde entonces la Convención lo tuvo en gran estima y lo llamó en su defensa. Su ascenso meteórico, ya bajo el Directorio, le llevó como general a la expedición a Egipto, la más ambiciosa que orquestó la República, con lo más granado de las tropas y también, según el espíritu ilustrado de la época, con un séquito de científicos y eruditos que le dieron a Napoleón fama de cultivado. Pese a no cumplir sus objetivos militares de neutralizar la flota inglesa, estas campañas dejaron una huella indeleble en la comprensión de Oriente desde la Europa ilustrada, abriendo el camino no solo al desciframiento de los jeroglíficos egipcios, sino también a la más extraordinaria ampliación de horizontes que inauguraba la era del interés humanístico por África y Asia –y también de su explotación política, ciertamente. La campaña tuvo sus horrores, como por ejemplo la brutal toma de Jaffa o las masacres de prisioneros: su mando se fue caracterizando por romper moldes y atreverse a lo inimaginable, tanto al comienzo, en Italia –no él, pero a su zaga se llegó a la deposición del Papa–, como luego en España y por doquier.
Urgido por las noticias políticas que hacían necesaria su presencia en París, Napoleón regresa llamado por el Directorio para oponerse a las fuerzas de la segunda coalición, que intentaba conjurar los avances de la República Francesa. Era ya un una estrella ascendente en su camino al poder. Conspiró con uno de los Directores, Sieyes, para un golpe de Estado, pero el 18 de Brumario se adelantó en una jugada maestra: con el golpe y la Constitución del año VIII se aseguraba el puesto de Primer Cónsul (1799). Ya desde la cúspide del poder la Constitución del año X, tres años más tarde, lo consagró como Cónsul Vitalicio. Hoy da vértigo pensar en los cambios acelerados que sufrió Francia que, en poco menos de 20 años, pasó del Antiguo régimen absolutista de los Borbones, a la República radicalizada y la abolición de los estamentos tradicionales, a la República moderada, la Convención, el Directorio, la dictadura, el consulado y, finalmente, el Imperio, para luego terminarse el sueño con la Restauración. El mismo camino que recorrió Roma en medio milenio lo transitó Francia en esos escasos y vertiginosos años. Ahí salta a la vista la innovación desde la tradición, pues los modelos clásicos del mundo grecorromano, como siempre, estaban detrás de revoluciones y reformas. Lo que siempre inspiró a Napoleón, como a los revolucionarios franceses, fue mirar a Roma. Acaso más que a Grecia, que era el objeto de imitación de sus precursores norteamericanos.
Buen gobierno
En el breve interludio de paz en que pudo hacerlo, Napoleón se centró en el buen gobierno, separó Iglesia y Estado negociando con la Santa Sede un concordato, estableció libertad de culto, abolió la tortura, el feudalismo, la servidumbre y la inquisición, y realizó avances muy notables para la modernidad en Francia y, por extensión, de Europa con la redacción del Código napoleónico en 1804, con las leyes de comercio y el Código de Instrucción Criminal, que modernizaron el sistema jurídico y codificaron el derecho de una manera inaudita desde los tiempos de Justiniano y de los glosadores de Bolonia. Napoleón, sin duda, se miraba en el espejo de Augusto, más que en el de Alejandro, por su labor reformista.