Nina Simone, al borde del abismo
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Nina Simone podía ser glacial. Eso escribió la revista «Time» en 1969 de la artista a la que también bautizó como «la alta sacerdotisa del soul». Sin embargo, decía la publicación que esa frialdad se derretía cuando Simone conectaba con su público. «Se arma una fiesta entre nosotros y, cuando lo siento así, me apetece bailar», comentaba ella misma al respecto. Quizá sea justamente ese vaivén entre el frío y el fuego lo que mejor defina a Simone, una mujer que amó la música tanto como la aborreció. Su talento la llevó lejos de la pobreza de su infancia, pero muy cerca de la locura. Su madre, una mujer especialmente religiosa, le recordaba de manera constante que su destreza musical era un don de Dios y que, como tal, su deber era desarrollarlo. Para Simone, sería a la vez una bendición y una desgracia.
Pero la primera se sobreponía a la segunda durante los directos. «Es como cuando entras en trance durante un oficio religioso; algo desciende sobre ti, abandonas tu cuerpo y el espíritu de la lucha se apodera por unos instantes de tu organismo», escribe en su autobiografía, «Víctima de mi hechizo», traducida por primera vez al español por Libros del Kultrum. En el tomo, escrito junto a Stephen Cleary, Simone compara cantar en vivo con torear: «Una vez, en Barcelona, asistí a una corrida de toros sin saber con qué me encontraría. Me senté al sol a beber vodka mientras esperaba a que empezara y, cuando sacaron al toro y lo mataron, vomité a causa del alcohol y de la impresión. Era una sangría de un domingo por la tarde; una verdadera sangría. En Tryon, en las ceremonias del avivamiento, la gente “pasaba al otro lado” gritando y echando espuma por la boca. Lo llamábamos “sangría”, pero no lo era; no como aquella tarde de domingo. Me di cuenta de que los españoles no eran muy diferentes de los negros de Estados Unidos y de la iglesia de los holy-rollers, y de que las canciones que interpretaban los músicos de flamenco eran similares a las que tocaba mi gente en las iglesias del Sur negro, puro ritmo y emoción. (...) Era lo mismo, la misma sensación de transformación, de estar celebrando algo profundo, muy profundo. Eso fue lo que aprendí sobre actuar en público: que era real y que yo tenía la capacidad de hacer que la gente sintiera a un nivel profundo».
De la misa a Bach
Eunice Kathleen Waymon nació en Tryon, Carolina del Norte, en 1933. Su padre era músico, al igual que su madre. Antes de cumplir los tres años ella ya se subía al órgano que tenían en casa y, de oído, tocaba las canciones que escuchaba los domingos en misa. «Todo lo que me ocurrió cuando era niña tenía que ver con la música. Era parte de la vida cotidiana, algo tan automático como respirar», asegura en sus memorias. Aunque sus hermanos también mostraban destreza musical, sus padres entendieron que Eunice tenía un talento especial. «Poco después de que yo empezara a tocar, mi madre me llevó a predicar con ella y me hacía aparecer al principio del oficio religioso. Yo tenía apenas tres años y medio, y mis piernas eran demasiado cortas para alcanzar con los pies los pedales del piano, pero aun así tocaba el primer himno, como una especie de presentación de mamá», recuerda.
Después de la música religiosa descubriría a Bach de la mano de la señora Massinovitch, su primera profesora formal: «Una vez me embriagué de la música de Bach no quise hacer otra cosa en la vida que prepararme para convertirme en una concertista», escribe. Entonces tenía cinco años, y en adelante su educación giraría en torno a la música. Después de graduarse de secundaria se instaló en Nueva York para estudiar en la prestigiosa escuela Juilliard. Sin embargo, la beca que le ofrecieron solo duraba un año, por lo que su familia decidió que debía presentarse al Instituto Curtis de Filadelfia donde, si pasaba el examen de admisión, sería becada al completo. Simone recuerda que ese año de preparación le produjo «una satisfacción y una felicidad indescriptibles, porque sabía en lo más hondo de mi ser que había nacido para dedicarme a aquello. El resultado de todas esas horas de prácticas sería lo que me conduciría a mi destino: el escenario de un auditorio de música clásica».
Pero el Instituto Curtis le negó la beca y en los años siguientes sus escenarios fueron los de pequeños bares de Nueva York y Filadelfia, donde Bach fue suplantado por el soul. Poco después triunfaría en Carnegie Hall y en tantos otros grandes escenarios de todo el mundo, pero la satisfacción no sería la misma que la de sus años de estudio. Y es que Simone se enfrentaba a la interpretación como a una batalla. «Cantar me perturbaba de una manera que jamás había experimentado con la música clásica; las melodías se me quedaban en la cabeza durante horas —a veces eran días— y no podía dormir, ni siquiera calmarme un poco. (...) En ese estado, una persona busca cualquier cosa que le quite el dolor, y los músicos tienen sus antídotos para ese tipo de problemas, algunos con efectos secundarios peligrosos y muchos, ilegales». En su caso, el alcohol: «Bebía como si estuviera tomándome una aspirina, como medio para mantener a raya el dolor», confiesa.
Hechizar al público
Una reseña de un espectáculo de Simone en el Boston Jazz Festival de 1986, cuando ya había llegado a la cima de su carrera y caído desde lo alto de manera estrepitosa, describe su interpretación con palabras como sufrimiento, dilema y lucha. Y, sin embargo, es evidente que la autora del texto se encontraba hechizada por su actuación: «Conocí a la verdadera Nina Simone en Symphony Hall, Boston, el domingo por la noche: es bella, dotada y se ha vuelto pavorosamente triste», escribe. La propia artista describe ese embrujo en su libro: «Cuando tienes al público enganchado, siempre lo sabes, porque es como si hubiera electricidad en el aire. Para mí era como una hipnosis colectiva. Yo era como el torero hipnotizando al toro y podía darme la vuelta y alejarme, dar la espalda a ese enorme animal, ya que sabía que no me haría nada, pues estaba totalmente bajo mi control. Y, como ocurría con los toreros, la gente venía a verme porque sabían que yo tocaba al borde del abismo y que algún día podría caer».
Con una pistola en la sien
La otra relación difícil de Nina Simone fue la que mantuvo con su esposo y representante, Andrew Stroud, un hombre violento y celoso. En el libro cuenta cómo una noche se molestó al ver que un fan le entregaba una nota a Simone en un bar. La sacó del local y la golpeó durante todo el camino a casa. Allí le puso una pistola en la cabeza y la ató a una silla: «Yo estaba sangrando y temblando, muerta de miedo. Después de cinco horas me llevó al dormitorio. Me ató a la cama y me forzó».