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No diga «Juego de Tronos», diga Románov

Poco o nada tienen que envidiar las tramas de la dinastía rusa a las de la serie que acaba de triunfar, una vez más, en la gala de los Emmy.
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Poco o nada tienen que envidiar las tramas de la dinastía rusa a las de la serie que acaba de triunfar, una vez más, en la gala de los Emmy.
Miguel Fiódorovich fue el primero de todos. Sólo tenía 16 años, y mucho recelo a dar el «sí, quiero» al cargo, pues ser zar aumentaban exponencialmente sus opciones de ser asesinado. Tras la muerte de Iván el Terrible en 1584, el país había quedado en un ambiente más inestable de la cuenta –por suavizarlo de algún modo–. Aun así, el 21 de febrero de 1613 abriría la dinastía Románov, dando carpetazo al primer Tiempo de Turbulencia con el que se encontraría Rusia hasta hoy –luego llegaron el de 1917 y el de 1991–.
Entonces, el veneno era el pan nuestro de cada día en la corte y el renombrado Miguel I de Rusia quería a su lado a una esposa de fiar, por lo que decidió abrir un «reality» para encontrar a la chica ideal. Quinientas fueron las seleccionadas. Entre ellas, y después de pasar revista –«smotrini»– y ser excrupulosamente examinadas, una ganadora: María Khlopova. El zar no controló el proceso hasta la final, donde sólo su elección sería la correcta. Y así fue. María pasó a llamarse Anastasia y a ostentar el título de zarina. Lástima que a las pocas semanas su suegra tramara un plan de envenenamiento para alejarla de su hijo. Camuflando todo detrás de una enfermedad «repugnante e incurable» que la desterraría, junto a su familia, a la siempre inquietante Siberia.
Empezaban así los Románov en estado puro: 300 años de excesos. Miedos, envenenamientos, traiciones y concursos estrambóticos, tres pinceladas de los que iba a ser esta familia. Y la cosa no había más que comenzado.
«Los Románov viven en un mundo de rivalidad familiar, de ambición imperial, de esplendor escandaloso, de excesos sexuales y de sadismo depravado; es un mundo en el que de repente aparecen extraños de oscuros orígenes que afirman ser monarcas difuntos renacidos, en el que las esposas son envenenadas, los padres torturan y matan a sus hijos, los hijos matan a sus padres, las esposas asesinan a sus maridos, un santón envenenado y muerto a tiros resucita, barberos y campesinos ascienden a los puestos más encumbrados y se coleccionan gigantes y criaturas monstruosas, se lanzan enanos contra la pared, se besan cabezas decapitadas, se cortan lenguas, se arranca la carne del cuerpo a golpe de látigo, se empala a la gente metiéndole una estaca por el recto, se llevan a cabo matanzas de niños; nos encontramos a emperatrices ninfómanas y locas por la moda, ‘‘ménages a trois’’ con lesbianismo incluido, y un emperador que mantuvo la correspondencia más erótica escrita nunca por un jefe de estado», de esta forma resume Simon Sebag Montefiore las excentricidades de la familia que recoge en su nuevo libro: «Los Románov» (Crítica).
Mil páginas en las que, como explicó el profesor de Historia ayer en Madrid, desmenuza una dinastía que «tiene mucho en común con la mafia: los Soprano y con la Gomorra sirven de ejemplos». En los Románov había de todo. Tarados, genios e, incluso, algunos que podían estar en ambos lados. Y es que hasta los dos «Grandes», los brillantes Pedro y Catalina tenían lo suyo. El primero «era aficionado a los eventos salvajes y decadentes, parecían sacados de “Juego de Tronos”. Celebraba bodas de enanos. Y ella tiene unas cartas de amor tremendas: apasionadas, sexuales, políticas, iluminadoras... Lo eran todo».
Al margen de sus aventuras, los Románov marcaron época: «Es un imperio construido por conquistadores de corazón de piedra que se adueñaron de Siberia y Ucrania, que tomaron Berlín y París, un imperio que produjo a Pushkin, a Tolstói, a Tchaikovsky y a Dostoyevski». Nombres que Montefiore considera una «parte importante» del mundo Románov, «tanto como generales y presidentes».

Ritmo inaguantable

Pero, como casi todo en esta vida, la dinastía rusa tampoco fue eterna y pese a haberse convertido en un imperio que ocupaba una sexta parte de la Tierra y a crecer a un ritmo de 142 metros cuadrados al día, los Románov sucumbieron. Montefiore le echa buena culpa de aquello a Nicolás II y su esposa Alejandra: «Es increíble que estuvieran más de veinte años en el poder con todos esos desastres. Aunque sólo se hubiera solucionado con un genio». ¿Pedro o Catalina? «Desde luego lo hubieran hecho mejor», concluye el historiador. Ya entonces se habían adherieron de una manera excesivamente rígida a la ideología de la autocracia sagrada, cuando era un modelo que daba claros síntomas de agotamiento. Un cambio necesario que quizá Alejandro II –«el último gran zar», para Sebag Montefiore– hubiera logrado: «Con él vivo, todo hubiera sido distinto y se podrían haber evitado los horrores del comunismo».
Un infierno que, viendo el devenir de la rocambolesca familia, era previsible. El «destino cruel» del que se habla en el libro quedó plasmado en Ekaterimburgo el 17 de julio de 1918. El fin de los Románov, una dinastía a la que sólo aguantaban la comparación los césares del Imperio romano. El zar Nicolás II y su familia fueron fusilados en un sótano dando paso a un nuevo episodios en la historia rusa. «Por definición, cualquier disparo a unas chicas adolescentes es cruel. Nadie se merece un crimen tan terrible».
¿Y qué cambió en Rusia con ello? El autor tiene dos respuestas, «una aburrida y otra divertida», dice: «Primero, que el país estaba creciendo tanto que tuvo que matar a 30 millones de personas para seguir creciendo y la otra es que el comunismo fue el castigo por los pecados de los Románov, por su mal comportamiento, por su decadencia, incompetencia, ineptitud, depravación...».
No se puede entender la historia de Rusia sin ellos, y viceversa. Son parte de su cultura, su política, su tradiciones... Los Románov señalaron el rumbo de toda una nación, y por ello se han convertido en el medio que ha encontrado Sebag Montefiore para hablar de un mundo que conoce al dedillo y al que ha dedicado su últimos quince años para completar el volumen. Tiempo en el que ha rebuscado en archivos, ha viajado a Moscú, San Petersburgo y donde hiciera falta, hablado con sangre Románov... Todo para lograr un «estudio de los efectos devastadores del poder absoluto sobre la personalidad. Concentrado en una familia «cualquiera» –bromea– que vivió en sus carnes la inyección del poder en los conflictos familiares. Poder, el arsénico en una familia.

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