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Nueva York, contra los mecenas “de sangre”

La cultura del mecenazgo es hoy patrimonio de los países anglosajones. Basta pasear por el British o el Metropolitan, por poner dos ejemplos.

Cartel de las movilizaciones contra el consejo del museo Whitney
Cartel de las movilizaciones contra el consejo del museo Whitneylarazon

La cultura del mecenazgo es hoy patrimonio de los países anglosajones. Basta pasear por el British o el Metropolitan, por poner dos ejemplos.

En culturas tan paternalistas como la nuestra ha calado hondo un malentendido: que mecenazgo es lo mismo que altruismo, una dádiva que a nada compromete para quien la recibe. Es la mentalidad española del «papá Estado proveerá». La que hace que nuestros museos, a diferencia de los anglosajones, se paguen caros y, como son «de todos», no sean de nadie, que es lo mismo y que da pie a otra ristra de malentendidos.

Esa manera vertical (alguien, un ente superior, el Estado, nos lo ofrece) de entender la cultura es la que hace, también, que en España no exista un tejido artístico privado potente y que todo lo relacionado con la cultura sea un merendero institucional. Desde que lo público se comió todo el espacio de la sociedad civil, por desidia nuestra seguramente, la palabra mecenazgo suena extraña a nuestros oídos. No siempre fue así, y precisamente en los países mediterráneos fueron señores y príncipes quienes promocionaron antes que otros las bellas artes con un afán, no nos engañemos, de notoriedad o de lucro, aunque fuera intangible. Esa cultura del mecenazgo es hoy patrimonio de los países anglosajones. Basta pasear por el British o el Metropolitan, por poner dos ejemplos, para seguir la pista de los nombres y grandes fortunas que contribuyeron, con motivos más o menos interesados, a levantar aquellos templos del arte. Mucho de lo donado llegó manchado en sangre o fruto de un expolio secular.

El arte no es un espacio edénico, menos aún una ONG, como demuestran por otra parte las mareantes cifras que un conejito de acero puede alcanzar en subasta. Precisamente porque en Estados Unidos conocen el valor del mecenazgo y estiman en su justa medida lo que el dinero puede hacer por el arte, ha explotado una controversia que no deja de ser interesante y que se basa en la siguiente premisa: ¿Qué tipo de dinero, y de quién, podemos aceptar en nombre de la cultura? En las últimas semanas, varios colectivos han puesto en un brete a grandes instituciones neoyorquinas con protestas y acciones tendentes a «limpiar» los grandes museos.

Por ejemplo, han logrado que el Metropolitan y el Guggenheim rompan lazos de financiación y donación con la familia Sackler, que lleva años patrocinando el arte, pero que, con la otra mano, produce OxyContin, un potente y adictivo opioide. Más complejo se antoja el caso del museo Whitney, que justo el viernes inauguró su Bienal en medio de una gran polémica. Hasta 100 trabajadores del centro y más de la mitad de los artistas implicados en la Bienal han pedido por carta al director del Whitney, Adam Weinberg, que nada menos que el vicepresdiente del consejo del museo, Warren B. Kanders, deje la institución inmediatamente. El magnate es propietario de Safariland, una empresa que produce suministros militares como los gases lacrimógenos que se usan, entre otros lugares, en la frontera entre México y Estados Unidos.

El director ha reconocido ante el propio «staff» del museo que necesitan el dinero de Kanders, así que por el momento se ha pospuesto el asunto, mientras se anuncian nuevas movilizaciones contra el consejo. La pregunta sigue en el aire, y es sensible y problemática: ¿quién está legitimado o de quién podemos aceptar sin taparnos la nariz dinero para la sacrosanta Cultura?