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Oleg, un tipo raro

De esos genios que viven en su pompa. Virtuoso como pocos, Oleg Karavaichuk fue, hasta su muerte en junio, el único ser de la Tierra al que se le permitía tocar el piano zarista del Hermitage.
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De esos genios que viven en su pompa. Virtuoso como pocos, Oleg Karavaichuk fue, hasta su muerte en junio, el único ser de la Tierra al que se le permitía tocar el piano zarista del Hermitage.
Oleg fue un tipo raro. De eso hay pocas dudas. Con sólo verle y escucharle, uno se da cuenta rápido de su excepcionalidad. Un punk de la música académica. Un genio natural de la innovación. Incorrecto. Incómodo. Inoportuno. Extraño por llamar la atención. Loco, al decir de muchos. Nunca cobró una pensión porque decía que no estaba viejo. Hasta sus últimos días vivió en una casa sin calefacción ni agua corriente. Sus pocos amigos, los más cercanos, le conseguían «bolos» con los que sacarse unas perras y ellos mismos se encargaban de administrarle el dinero, pero sin cambiar su estilo de vida, porque su indigencia era un orgullo para él. Soñaba con unas bambas rosas, pero no le dejaron, y se tuvo que conformar con unas azul intenso. «Así vivía y así se sentía libre», cuenta Andrés Duque, responsable del documental «Oleg y las raras artes», que se estrena este viernes.
Oleg Karavaichuk (Kiev, Ucrania, 1927-San Petersburgo, Rusia, 2016) fue un niño prodigio que tocó el piano para Stalin, asistió al Conservatorio de Leningrado y, posteriormente, dedicó su carrera a escribir bandas sonoras para teatro y cine –cerca de 200–. Sin embargo, «su gran obra –habla Duque– fue, quizá, no dejar obra, hacer una música que improvisó y que pocas veces pudo ser registrada. Cada lunes iba al Hermitage a “componer”, sin que nadie pudiese entrar a grabarlo. Sin dejar nada escrito, creo que ese gesto tiene una belleza inusual».
Sólo él tuvo el privilegio de sentarse delante del piano «prefusilatorio» de Nicolás II que se conserva en el museo petersburgués. Se lo regalaron al zar días antes de su asesinato y, tras la vuelta del instrumento al Hermitage, Oleg sintió que debía continuar dándole vida para que no terminara destinado a ser un objeto muerto. «El piano de oro del Hermitage no es un simple piano, sino el del palacio de Nicolás. Es el que transmite mi divina manera de tocar o, como dicen, mi divina rítmica. O sea, mi verdadero “yo” pianístico. Voy a tocarlo cada día y me premia con una música nueva», confesaba el compositor a la cámara.
Sólo existía para Oleg un teclado al que serle fiel. Aquel. Rechazó cualquier «affaire» fuera de esta relación. Incluida una oferta Real: «Querida, bonita y hermosa Reina de España. Estoy obligado a escribirle esto, porque sus representantes me dijeron que le dio mucha pena que no toqué el piano en el escenario. Pero no podía tocarlo. No es con el que grabo. No está a la altura de mi música. Por eso me vi obligado a no tocar, aunque me hubiera gustado».
El Hermitage era su casa –por ello, guardaba con rencor la ausencia de Putin al 250º aniversario del museo: «Jamás lo entenderé»–. Allí se le esfumaban todos sus males. Como si de un milagro se tratase, los achaques octogenarios de este hombre y la dureza del frío invierno ruso pasaban a un segundo plano. Entre las paredes que diseñó Catalina la Grande –su «luz», al igual que el mundo de los zares, del cual vive «metafísicamente» prendado de las hijas de Nicolás– se reponía cual músico de corte que se sentía. Se habla de sus delirios de grandeza, de una mente enferma que, no obstante, y a pesar de hacerle vivir en la irrealidad y la indigencia, recaudaba altas dosis de genialidad.
En otra «corte», al soviética, llegó a coincidir con Stalin. A los siete años le conoció y ya entonces le echó en cara haber mandado a su padre a un gulag. El líder calló y poco después el violinista disidente aparecería en su casa. Aun así, y a pesar de ser considerado un pianista importante, ese pasado le vetaría para dar conciertos en público o escribir su propia música. Censura que no se levantaría hasta los años ochenta. Con Iósif Stalin vivió las buenas y las malas. Respetado, pero silenciado. Fue enviado, en una especie de reclusión para mantener el folclore ruso intacto, a Komarovo, «un lugar dado para los artistas», según Karavaichuk. En esta montaña se les permitía trabajar para rescatar la tradición local a base del contacto con los campesinos. «Ya sólo con eso se ve la sabiduría del gran líder –en palabras de Oleg–. Él ganó la guerra. Él ganó la creatividad».
Komarovo terminó de pulir las rarezas del genio. Rodeado de nombres como Galina Ulanova, Korney Chukovsky, Anna Ajmátova, Andréi Tarkovski y Alla Shelest, Oleg fue perfeccionando en este suburbio su sueño quijotesco de acercarse al hacer de los ministriles. Su música era el momento. «Improvisaba, improvisaba e improvisaba. A veces tocaba objetos como mármol o madera y sentía cosquilleos y sacaba música. “No tiene nada que ver con magia, decía, son sólo vibraciones que acaban siendo música”; y luego llevaba ese sonido al piano y a partir de allí a tocar por horas», recuerda Duque. Dejaba que todo fluyera. «Hay cosas que no se pueden explicar –continúa–. Él decía que sus manos se movían involuntariamente. Creo que un pianista puede entender perfectamente que a veces lo menos importante son las manos».

Todo está en la «mucosa»

Así, Oleg Karavaichuk llegó a sus «melodías incómodas», lejos de confortabilidades de la Filarmónica o rectitudes que se enseñan en los conservatorios: «No se puede mover nada en la música, todo tiene que salir solo», dice el pianista. Él conocía dónde tenían que pegar las notas, dónde sentirlas: «En la mucosa. En tus oídos, tus ojos, en la flema de tu pecho. Incluso en los fluidos de debajo de tu piel. Entonces, allí pasa algo». «Bajo la piel no nace un genio, sino una criatura sentimental como un animal, un pájaro, una persona. Lo recibe, no el espíritu, sino, ante todo, la mucosa. Por eso se necesita el amor. Y por eso la pornografía lo derriba todo. Porque destruye la sensibilidad de la mucosa». Por ahí llegaba al gozo Oleg, una satisfacción muy lejos de una música clásica que tenía desterrada: «Gracias a Dios, irá muriendo poco a poco. Falta poquito». Soñaba con ver el día que esto ocurriera.
Es el retrato que refleja «Oleg y las raras artes». El efecto sensorial que Karavaichuk causó en Andrés Duque y que éste muestra a través de una cámara cambiante, como él. Que, a veces, es rigurosa y que, otras, vuela con la mano. «Sin añadidos –suma el director–. Poner al público en una relación rara con un personaje del que no debes saber nada y que al final conectas, u odias, por razones insospechadas, que a veces ni te atreves a decir». Un tipo alejado de cinismos que valoraba como pocos la reflexión y lo mundano. Lejos de genios descarriados que sólo piensan en el dinero, y mucho: «Lo que hay que hacer es dejar todo de lado, sentarse en una silla y contemplar el horizonte de la historia. Pensar, reflexionar, regar, cavar...», medita en su retrato. ¿Por qué tocaba de una forma tan genial? Fácil: «Porque soy sensible».

La fabada de las 9:00

Andrés Duque tiene el mérito de haber logrado sacar de Rusia a Oleg Karavaichuk; la primera vez, de hecho, que salía de sus fronteras. Fue hace algo más de dos años y lo hizo para venir a España. El director habla del compositor como un hombre nada cínico: «Siempre tenía sus razones, que cuando quería te las contaba y acababan siendo verdaderas lecciones de vida». Se puede decir que en sus dos visitas (una de ellas a Pamplona para presentar el documental), Oleg quedó pillado por la gastronomía local: desayunaba churros con chocolate y té, pero ya a las nueve de la mañana le volvía el hambre y se estaba comiendo un plato de fabada asturiana. Para la comida pedía siempre tres platos. Le gustaba especialmente comer gambas a la plancha y un plato de jamón ibérico. De noche sopa de pescado o carne. «Las dos veces que vino fue así. Comía como un tigre –comenta Duque–. Creo que estos sabores despertaron en él una sensación de esperanza por España».