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Panzers en las termópilas

En plena Segunda Guerra Mundial, más de dos milenios después de la gesta de los trescientos espartanos, el célebre paso de las Termópilas se convertía de nuevo en campo de batalla
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  • Javier Veramendi - Desperta Ferro Ediciones

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En plena Segunda Guerra Mundial, más de dos milenios después de la gesta de los trescientos espartanos, el célebre paso de las Termópilas se convertía de nuevo en campo de batalla.
El 25 de abril de 1941, una fuerza de retaguardia se vio abocada a defender un estrecho paso entre la montaña y el mar frente a un ejército mucho más poderoso. Aunque los neozelandeses de la 6.ª Brigada no eran espartanos, ni su jefe, el general sir Harold Harrowclough, fuera Leónidas, y aunque los alemanes no fueron persas, el desfiladero sí resultó ser el de las Termópilas y el objetivo era casi el mismo: ganar tiempo para que los ejércitos aliados reembarcaran, y aunque en esta ocasión el destino no sería Salamina sino Creta, uno no puede dejar de ver cierto paralelismo entre la Royal Navy y las murallas de madera de Temístocles.
En 1941, en pleno desarrollo de una guerra que Europa no olvidará jamás, el nazismo, triunfante, decidió enviar sus Panzer, sin duda los carros de combate más famosos de la historia, más allá de lo que por aquel entonces era el “mundo civilizado”: a las secas extensiones de Libia, donde la arena se comía los motores mientras la sed devoraba a los hombres; a las quebradas ásperas de los Balcanes, donde las montañas se cernían sobre los valles como rapaces dispuestas a desplomarse, donde cada curva llevaba a la siguiente y cada cauce era una riada violenta; y a la inmensidad inmisericorde de la Unión Soviética, manchada por extensos pantanos y surcada por ríos insondables y primitivos, un mar de barro dos veces al año, durante la terrible rasputitsa, el tiempo sin caminos, un erial gélido en invierno, cuando se helaba hasta el alma.
La historia que se escribió en cada uno de estos escenarios es distinta. De la guerra en el desierto nos ha llegado la gloria de Erwin Rommel, sin duda uno de los jefes mejor conocidos de aquella contienda, y la del hombre que lo derrotó, Bernard L. Montgomery, cuya fama se forjó entonces; de la inmensidad del frente del este recordamos los asedios más terribles, como el de Stalingrado, y las penurias más extremas de una lucha sin cuartel, por violenta y por ideológica, que acabó con la destrucción completa de Alemania, que podemos personificar en los intensos combates por Berlín. ¿Qué podemos recordar de Grecia?
La invasión de Grecia fue, para las fuerzas armadas alemanas, una distracción desagradable. Aquella guerra la había provocado su aliado italiano en el otoño de 1940, invadiendo el país balcánico desde Albania con la intención de derrotarlo en tan solo unos pocos días. Todo salió mal. La lluvia y el barro se aliaron con las montañas para detener a los invasores, y las tropas griegas contraatacaron y obligaron a los ejércitos de Mussolini a retirarse en desorden más allá de sus líneas de partida. Entonces, el Duce tuvo que pedir ayuda a Hitler y, el 6 de abril de 1941, los ejércitos germanos cruzaron la frontera de Yugoslavia y de Grecia para dirigirse hacia Belgrado y Atenas. En el sur, las tropas helenas tenían el apoyo de una fuerza expedicionaria aliada formada por la 1.ª Brigada Acorazada, la 6.ª División Australiana y la 2.ª División Neozelandesa, que se había desplegado a ambos lados del río Haliacmón.
La ofensiva germana no tardó en desbaratar el plan defensivo y en muy pocos días helenos y aliados decidieron retirarse y reembarcar hacia Creta, dando lugar a una de esas ocasiones en las que la historia se repite. El asalto alemán contra las Termópilas también repetiría en parte la leyenda. En el primer asalto las tropas germanas aparecieron casi de improviso sobre el flanco del 25.º Batallón neozelandés que, gracias a un eficaz apoyo artillero, destruyó uno de los carros de combate y obligó a los agresores a retirarse. El segundo asalto tuvo lugar a las 14.00 horas, y esta vez la batalla la iniciaron, a modo de flechas, los bombarderos en picado Stuka. El resultado fue una nueva derrota alemana, pero algunos de los agresores habían conseguido internarse por la montaña para flanquear a los defensores. La tercera intentona tuvo lugar a las 18.00 horas y los neozelandeses hostigados, de frente y desde las alturas, tuvieron que ceder terreno. Para rematarlos, los alemanes decidieron enviar una veintena de Panzer hacia el interior del desfiladero pero, haciendo honor a los espartanos caídos en aquel mismo lugar, los defensores resistieron y, de nuevo gracias a una artillería eficaz, derrotaron por completo a sus atacantes.
El paralelismo se rompió aquella noche. Aunque los germanos habían iniciado una maniobra para rodear el paso por el interior, la 6.ª Brigada neozelandesa se retiró a tiempo hacia el sur, en esta ocasión no hizo falta resistir hasta el último hombre para cumplir con la misión.

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General, presidente ¿y alcohólico?
Al margen de la historia oficial de Ulysses S. Grant (Ohio, 1822-Nueva York, 1885) como militar y posteriormente como 18.º presidente de los EE. UU. (1869-1877), su vida privada y personalidad continúan siendo en gran parte un misterio sobre el que planea la sombra del alcoholismo. Es cierto que antes de la Guerra de Secesión (1861-1865) Grant era aficionado a la botella, pero no más que cualquiera de sus contemporáneos en una época en que el consumo de alcohol era asumido como un alimento nutricional, un relajante nervioso y un estimulante digestivo, y cuyo consumo medio anual per cápita rondaba los 25 litros (los datos de 2017 para España se sitúan en los 9 litros). Su principal torpeza, quizás, fue mostrarse en estado etílico frente a las personas equivocadas. Su fama trascendió al estallar la guerra y de ella se valieron sus rivales para culparle de sus fracasos militares iniciales, azuzando con noticias falsas a la prensa sensacionalista, hasta el punto que el propio presidente Abraham Lincoln tuvo que intervenir para poner punto y final al debate: «Me gustaría que alguien me dijera qué marca de whiskey bebe Grant. Le mandaría un barril a mis otros generales».

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