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Pero ¿de verdad ha muerto la pintura?

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  • Pedro Alberto Cruz Sánchez

    Pedro Alberto Cruz Sánchez

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Dos gigantes de la pintura moderna como son Picasso y Monet coinciden durante las últimas semanas en Londres a través de las exposiciones programadas por la Tate Modern y la National Gallery
Dos gigantes de la pintura moderna como son Picasso y Monet coinciden durante las últimas semanas en Londres a través de las exposiciones programadas por la Tate Modern y la National Gallery, respectivamente. Tratándose de una ciudad como la capital británica, con tan apabullante oferta cultural, la coincidencia en el tiempo de ambos nombres debería considerarse como parte de una bendita rutina. Pero, si se escarba con cierto criterio entre los muchos estratos de su paisaje expositivo, se descubrirán tres exposiciones como las consagradas a Tomna Abts (Serpentine Gallery), Beatriz Milhazes (White Cube de Bermondsey) y Katharina Grosse (Gagossian de Brittania Street) que comparten un significativo elemento en común: las tres son representantes máximas de la nueva pintura, un fenómeno poliédrico y global que comenzó a principios de los 90 y que, todavía hoy, sigue dando algunas de las creaciones más vigorosas e interesantes del panorama artístico actual. Cuando, en esta labor de discriminación, se conectan los casos históricos de Monet y Picasso con las transformaciones de la pintura propuestas por Abts, Milhazes y Grosse, un relato coherente y fascinante surge, sostenido sobre una interrogante crucial: ¿de verdad que la pintura ha muerto? ¿Existe una equivalencia, un mínimo asomo de sentido entre el descrédito institucional que los pintores sufren durante los últimos años y la envergadura intelectual y estética de sus obras? ¿Acaso no procura la pintura actual algunos de las expresiones artísticas más vitalistas que puedan hallarse en un contexto como el presente, definido por el sopor y el desvanecimiento del asombro?
¿Qué es hoy la pintura?
Cuando accedemos a la Serpentine Gallery, y recorremos la primera exposición que una institución inglesa dedica a la pintora alemana Tomna Abts (1967) -ganadora del Premio Turner en 2006-, lo primero que sorprende es la humildad, el pequeño tamaño de unas obras abstractas, cuyo rigor geométrico parece heredero del constructivismo y el “op art”. ¿Qué de especial -podría preguntarse cualquier espectador- tienen estas “modestas” pinturas que huyen del precepto contemporáneo de que “el tamaño sí importa”? Lo más sorprendente de Tomma Abts no es tanto la factura final de sus piezas cuanto su forma de trabajar: los formatos de sus obras siempre son idénticos -48 x 38 cm-, los títulos son extraídos de una larga lista de nombres propios alemanes que son asignados por estricto orden alfabético; y, lo que resulta tanto más sorprendente, su producción es voluntariamente limitada a diez cuadros por año. Tanta autocontención constituye un auténtico desafío al sistema del arte -basado en la mayor eficacia y productividad posibles- que, sin embargo, no le ha impedido convertirse en uno de los principales “fetiches” del mercado actual. En ésta su última muestra en la Serpentine Gallery, Abts sigue profundizando magistralmente en el aparentemente estrecho margen de experimentación de su pintura: sus característicos efectos de relieve, conseguidos por lo usual mediante delicados sombreados, son ahora acentuados mediante el juego con la forma del lienzo y la fragmentación de éste. Además, Abts se permite incluso trabajar con formatos ligeramente mayores a los tradicionales, en busca de efectos ópticos más apabullantes. En sus exposiciones, el espacio de muro vacío que se abre entre obra y obra sigue siendo el elemento más impactante y arriesgado: en tiempos de exceso, la pintura de Abts es un refugio en el que la mirada se limpia y recobra una dignidad perdida.
Entre la Serpentine Gallery y la White Cube de Bermondsey Street no hay solo un desplazamiento de 45 min, sino un abismo de sensaciones. Del ascetismo estético de Tomna Abts se accede al barroquismo, al “horror vacui” y a la sensualidad de la brasileña Beatriz Milhazes (1960). Heredera de la vanguardia más optimista -Matisse, Tarsila do Amaral-, de la psicodelia de los 60 y 70, de la exhuberancia carnavalesca de su país, está artista campa en lo más alto de la pintura contemporánea como la representante más singular del “decorativismo”. Donde otros han visto en este adjetivo un desmérito, la evidencia de un arte menor, Milhazes encuentra la posibilidad para reivindicar ciertos márgenes de la cultura, esa dimensión artesanal que, por estar ligada a lo femenino, siempre ha sido menospreciada por la sociedad patriarcal. De hecho, en “Rio Azul”, su exposición en la White Cube, el concepto de “manualidad” es el que prima sobre el propio de la pintura: grandes tejidos, instalaciones y esculturas que funcionan como grandes piezas de bisutería, composiciones abstractas pintadas a partir de moldes... Una única corriente de energía atraviesa todos los objetos, generando un poderoso flujo de sensualidad que arrastra la mirada y que no diferencia entre disciplinas. Pintura es todo aquello susceptible de ser imaginado.
Es precisamente la alemana Katharina Grosse (1961), quien expone en la Gagossian de Brittania Street su último proyecto “Prototypes of Imagination”. quien mejor encarna este abandono de la “pintura pura”. Frente al paradigma del cuadro clásico bidimensional y colgado en un muro, Grosse pasa por ser una de las principales representantes de la “pintura en campo expandido” -es decir, un tipo de pintura que se deshace del bastidor, desborda el marco, invade el espacio, muta, se convierte en mil cosas diferentes. El modo de trabajar de Grosse impactó desde el principio: tras reunir todo tipo de basura y crear con ella auténticas montañas, se colocaba una mascarilla, expulsaba a todo el mundo del espacio de trabajo, y con un spray cubría a gran velocidad la superficie entera de esa formación artificial. Los mismos colores psicodélicos, embaucadores a la par que chirriantes que empleaba entonces, son los mismos de los que se sirve en este nuevo proyecto en Gagossian, solo que, a diferencia de anteriores realizaciones, Grosse ha trabajado en su estudio y no en el propio lugar de exposición. La superposición de telas conforma una pintura que mide más de 20 metros de larga por casi 6 de alta, y que se abre ante el espectador como si de un océano se tratara. Acompañando esta monumental pieza central, una serie de lienzos un tanto adocenados confirman la nueva deriva de Grosse: tras fichar por Gagossian y convertirse, por tanto, en una de las más cotizadas pintoras de la actualidad, tiene que satisfacer a un mercado que exige obras transportables y que no sean destruidas tras su exhibición. El éxito siempre va contra el riesgo. Y la graffitera y performer Katharina Grosse ha dejado paso a una pintora de estudio.
Dos de las franquicias galerísricas más importantes de Londres -White Cube y Gagossian- y una de sus instituciones árticas más reputadas y vanguardistas -la Serpentine Gallery- han apostado al unísono por conspicuos representantes de la última pintura. ¿Encaja tal hecho con la defunción de este milenario lenguaje, anunciada tantas veces por los fanáticos de las nuevas disciplinas? Evidentemente que no. La pintura tiene más futuro que pasado.

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