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¿Por qué tiene bula el comunismo?

La propaganda y el control férreo de los medios y las opiniones permitió hasta nuestros días una imagen falsa de esta cruel ideología.
larazon

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La propaganda y el control férreo de los medios y las opiniones permitió hasta nuestros días una imagen falsa de esta cruel ideología.
No importa cuántas veces se denuncie, ni las fotos, testimonios o grandes cifras de muertos, torturados o deportados se aporten: siempre hay alguien, no importa la edad, el sexo o la profesión, que justifica el comunismo. La clave del éxito es que se construyó como una religión sustitutiva, con sus Santos Padres, libros sagrados, clero, dogmas de fe, milagros, mártires y promesa de paraíso en la Tierra. Tomó los más altos valores para envolver las más profundas mentiras, e hizo creer a las sociedades occidentales que vivían un conflicto de clase que solo se podía resolver con la imposición de una sobre otra.
Lenin elaboró la teoría del poder más eficaz del siglo XX; tanto que Mussolini y Hitler le imitaron. Aprendió de los errores y aciertos de los jacobinos de Robespierre, los comunistas de Babeuf y de los republicanos de Blanqui en la Comuna de París de 1871. Retorció las ideas de Marx para decir que la revolución no sería en un país industrializado como resultado de la contradicción del capitalismo, ni obra de los obreros para ellos mismos. No, eso retrasaría la revolución «unos 500 años», dijo Lenin a la Juventud Comunista. El éxito dependía de crear un grupo de revolucionarios profesionales; es decir, de burgueses dedicados a la insurrección.
Esos eran los bolcheviques de Lenin: un conjunto de burgueses y un ladrón de bancos, Stalin. No importaba que fueran burgueses e intelectuales, en nombre del pueblo debían tomar el «cielo por asalto» a través de un golpe de Estado que instaurara una «dictadura del proletariado» que desatase la guerra de clases para purgar al enemigo a través de una liquidación selectiva o una guerra civil. Eso fue lo que ocurrió desde 1917 y en todos los países, desde China a Cuba, que imitaron el modelo.
El Imperio del Terror
Sabiendo esto, ¿cómo fue posible que las sociedades occidentales se rindieran al comunismo? Federico Jiménez Losantos en «Memoria del comunismo. De Lenin a Podemos» (La Esfera de los Libros, 2018), acierta en la clave. Lenin creó el Imperio del Terror; de hecho, cuando Stalin toma el poder, todo el engranaje represivo estaba creado. El éxito fue propagandístico.
Mientras los gobiernos democráticos intentaban solventar la crisis del liberalismo y el parlamentarismo, los intelectuales coquetearon con fórmulas totalitarias, con «cirujanos de Hierro», que escribió nuestro Joaquín Costa, y dictaduras que reconstruyeran la comunidad sobre los más altos valores. Y al intelectual que no estaba convencido, se le compraba. ¿Cómo era posible? Eso era «lo genial y lo diabólico» de Willi Münzenberg, escribe Jiménez Losantos, el agente comunista en Occidente que creó el «Imperio de la Mentira», una hegemonía que se mantiene intacta y constantemente renovada.
He aquí el secreto: el control de los creadores de opinión, de la élite intelectual y universitaria, de los medios de información, y de la educación. Gramsci lo apuntó como instrumento para conquistar la hegemonía cultural que movía a la gente, Max Adler para el adoctrinamiento de las nuevas generaciones, y Eduard Bernstein para el control de la agenda política, pero Lenin y Stalin lo llevaron a cabo a través de Münzenberg. Fue entonces cuando presentaron el comunismo como la evolución natural y filosófica de la Humanidad hacia un mundo más justo, fundado en la solidaridad, el fin de la opresión, la liberación de las necesidades materiales y el reparto de la riqueza. Eso hicieron creer, pero el comunismo era, «el partido», lo que en religión es la Iglesia.
Un joven turolense sustituyó una verdad revelada que se mostró esquiva por otra que parecía ocupar el lugar del catolicismo y del padre ausente, de la familia y del incierto porvenir: el comunismo. En los últimos años del franquismo, como señala el autor en la parte más entrañable de su obra, se entregó a una «teología», la marxista, que lo era todo, que ocupó miles de horas de lecturas en español y francés, y que le abrió el mundo de la política. Pero Losantos, individualista e independiente, no encajó en aquel universo jerarquizado de rebaño y obediencia ciega.
La musa de su escarmiento comunista fue una joven china encargada de agasajar a los «jóvenes progresistas occidentales» a la que encontró en un viaje al país de Mao Zedong en abril de 1976. Al despedirse, ella tomó su mano y cruzaron una larga mirada. Fue entonces cuando aquel Jiménez Losantos de veinticinco años se prometió combatir a la ideología que impedía el derecho más elemental: «El de poder decir no sin sufrir por ello».
Parte de ese combate es el libro que, por su significado personal, ha tardado en ver la luz cuatro décadas. De ahí que la obra combine la denuncia del indulto del que disfruta el comunismo, con la realidad de la «idea más criminal del siglo XX». Por eso, tras citar los cien millones de muertos que contabilizó el equipo de Stéphane Courtois, narra el origen francés de la «ceguera voluntaria» de la que hablaba Christian Jelen para referirse al papel de los intelectuales que callaron los crímenes del comunismo. A esto le sigue un perfil intelectual y político de Lenin que explica su éxito y el atractivo que ha tenido para muchas generaciones de ambiciosos.
El laboratorio de Rusia y España
Losantos advierte una cosa inteligente: el modelo leninista que incluye la guerra civil para la liquidación se ha intentado en Occidente solo en dos países, Rusia y España. Por eso la parte dedicada a nuestro país es cruda y cruel, sin tregua para la literatura, con esas numerosas checas madrileñas detalladas por Alfonso Bullón y las de Companys por Javier Barraycoa. Y cuando el lector cree que, tras tanta descripción, cifras y testimonios, no podría defenderse el comunismo, recuerda a Podemos y a Pablo Iglesias como hijos y discípulos de Willi Münzenberg, demostrando que no es algo del pasado, como ha dicho equivocadamente Richard Pipes, sino del presente y de un negro futuro.