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Marco Antonio a Octaviano: "¿Protestas porque me esté follando a Cleopatra?"

Un libro recoge las cartas que cambiaron el mundo, entre ellas las de Enrique VIII a Ana Bolena y las de Hitler a Mussolini
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Un libro recoge las cartas que cambiaron el mundo, entre ellas las de Enrique VIII a Ana Bolena y las de Hitler a Mussolini
Hay una literatura secreta, si se la puede llamar así, en los escritores cuya obra –la pública, la que vio la luz de modo intencionado– ha pervivido hasta nuestros días. De ello se ha levantado todo un género editorial que explota los papeles póstumos de los más insignes poetas y narradores. Hasta tal punto de que la tendencia también se ha actualizado para sacar del cajón mensajes que tal vez ya no habían nacido de forma natural entre colegas, sino con un ojo puesto en su trascendencia pública, caso de las cartas publicadas en 2013 entre dos astros de la narrativa mundial como Paul Auster y J. M. Coetzee. Dejando a un lado las obras literarias que, sobre todo a partir del siglo XVIII, se concibieron a modo de epístolas directamente, los ejemplos más abundantes y auténticos provienen de ediciones póstumas; solo por nombrar unos pocos, en los últimos lustros hemos podido leer las cartas de escritores como Jane Austen, Jorge Guillén, Lev Tolstói, Truman Capote, William Faulkner... Pues bien, al lado de esa intrahistoria epistolar convertida ya en un género editorial más, destaca ahora lo nuevo del historiador Simon Sebag Montefiore, «Escrito en la historia» (Crítica) (traducción de Gonzalo García), que va más allá de ejemplos literarios y culturales para darnos documentos trascendentes relacionados con el ámbito político o con la vida privada de aquellos personajes célebres que influyeron en el devenir de nuestra historia. Se trata de una reunión de más de cien cartas que van desde la Antigüedad, como la que dirigió Marco Antonio a Octavio Augusto en el año 33 a. C.: «¿Qué te pasa? ¿Protestas porque me esté follando a Cleopatra? Pero estamos casados, y ni siquiera es algo nuevo, nuestra relación empezó hace nueve años. Y tú, ¿qué? ¿Eres fiel a Livia Drusila?»; hasta el siglo XXI, como la de Donald Trump a Kim Jong-Un en mayo de 2018, donde le dice, con el pretexto de intentar resolver el problema del arsenal nuclear creado por la dinastía Kim para proteger un dominio que duraba ya 70 años: «Usted habla de su capacidad nuclear; pero la nuestra es tan colosal y poderosa que ruego a Dios que no se tenga que usar nunca... Si cambia usted de opinión con respecto a esta cumbre de suma importancia, por favor no vacile en llamarme o escribirme. El mundo, y Corea del Norte en particular, han perdido una gran oportunidad para una paz duradera con gran prosperidad y riqueza».
Estos dos ejemplos reflejan bien el propósito de Montefiore, esto es, proporcionar no solo cartas peculiares y entretenidas, sino aquellas que «de un modo u otro han transformado los asuntos humanos, ya sea en la guerra o en la paz, en el arte o la cultura». Ya desde la introducción este intelectual nacido en 1965 en Londres, que ha escrito, a partir de sus viajes a la Unión Soviética y Asia, libros como «La corte del zar», «Llamadme Stalin» y «Jerusalén. La biografía», señala cómo las cartas han sido fundamentales para la comunicación entre los gobernantes desde antaño. Es más, «durante los últimos tres milenios, han sido el equivalente de la suma actual de nuestros periódicos, teléfonos, radio, televisión, correo electrónico, mensajes de móvil y blogs». Una escritura epistolar que tuvo su apogeo entre el siglo XV y principios del siglo XX, hasta que se generalizó el uso del teléfono. «Sea como fuere, una carta refleja un momento único en el tiempo y la experiencia, lo que Goethe denominaba “el aliento inmediato de la vida”».

Un abanico de pasiones

Para transmitir tal aliento, el autor ha dividido su libro desde lo temático. Todo empieza con cartas de amor, como una de Enrique VIII a Ana Bolena, en 1528, que reza así: «Mi señora y amiga, yo y mi corazón nos ponemos en vuestras manos, con el ruego de que los tengáis por pretendientes de vuestro buen favor y que vuestro afecto por ellos no disminuya por la ausencia». O esta de Vita Sackville-West a Virginia Woolf, de 1926, en que esta poeta y novelista aristocrática, después de casarse con un diplomático, siguió manteniendo relaciones amorosas con mujeres: «Así que esta carta no es más que un chillido de dolor. Es increíble lo esencial que has llegado a ser para mí». O una perteneciente a unos corresponsales que hicieron de la sensualidad su «modus vivendi», Anaïs Nin y Henry Miller. «La suya es una de las grandes correspondencias románticas: sexual, turbulenta, desinhibida, poética, de redacción hermosa, desequilibrada. “Anaïs: he aquí la primera mujer con la que puedo ser absolutamente sincero”, escribe él en verano de 1932», apunta Montefiore.
De tal modo que el lector se enfrentará a todo un abanico de pasiones y anhelos, como en el caso en que «toda Rusia quedó paralizada por la naturaleza de la relación de la emperatriz Alejandra con su confidente, el siberiano Grigori Rasputín, campesino y santo. Paso a paso, aquella fascinación destruiría el prestigio de la monarquía». Por su parte, Winnie Mandela, en 1969, destaca los talentos de su marido, su valor y determinación, de modo premonitorio: «Esto te hace destacar mucho sobre la media y, al final, te hará triunfar con grandes logros». Hay cartas, también, relacionadas con la familia –Isabel I a María I, de 1654; la hija de Stalin a éste–, aquellas que tienen que ver con la creación –de Miguel Ángel, Balzac, Picasso, Keats–, el valor –de Sarah Bernhardt–, el descubrimiento –entre los Reyes Católicos y Colón; otra dirigida a Darwin–, el turismo –Chéjov; Flaubert–, la guerra –de Eisenhower al conjunto de las tropas aliadas en 1944–, la sangre –Lenin a los bolcheviques de 1918: «Ahorcad (asegurándoos de que los ahorcamientos se desarrollan a la vista del pueblo) a no menos de un centenar de kulaks, ricos, chupasangres conocidos»; Mao Zedong a los guardias rojos en 1966, que según Montefiore «desató el caos y la crueldad de la revolución cultural»–, la amistad –entre Marx y Engels, en que se ve con sorpresa cuán antisemitas y racistas eran; de Hitler a Mussolini: «No tenemos posibilidad de eliminar a Estados Unidos; pero sí está en nuestra mano excluir a Rusia»–, la locura –el Marqués de Sade–, el poder –Churchill a Roosevelt, G. H. W. Busch a Clinton–...

El poder de la política

Naturalmente, unas de las que más consecuencias trajeron fueron las de tinte político. Nikita Jrushschov le escribe a John F. Kennedy, en 1962: «Mostremos pues sabiduría de estadistas. Le propongo: nosotros, por nuestra parte, declararemos que nuestros barcos con rumbo a Cuba no transportarán ninguna clase de armamentos. Ustedes declararán que Estados Unidos no invadirá Cuba con sus propias fuerzas ni dará apoyo a ninguna clase de fuerzas que puedan pretender invadir Cuba». Por su parte, encontramos la carta de Che Guevara a Fidel Castro, de 1965, en que declara: «Hago formal renuncia de mis cargos en la dirección del Partido, de mi puesto de ministro, de mi grado de comandante, de mi condición de cubano. Nada legal me ata a Cuba, solo lazos de otra clase, que no se pueden romper como los nombramientos. [...] Otras tierras del mundo reclaman el concurso de mis modestos esfuerzos. Yo puedo hacer lo que te está negado por tu responsabilidad al frente de Cuba, y llegó la hora de separarnos. [...] Hasta la victoria siempre. ¡Patria o Muerte! Te abraza con todo fervor revolucionario, Che».
Otro mensaje bien significativo será el de Pedro el Grande dirigido a Catalina I, en 1709, sobre su victoria bélica sobre el reino de Suecia: «Te declaro que el Dios todopoderoso, en el día de hoy, nos ha concedido una victoria sin precedentes sobre el enemigo. En una palabra: hemos asestado al conjunto del ejército del enemigo un golpe en toda la cabeza, del que os contaremos». O este de Josip Broz «Tito» a Yósif Stalin, de 1948, que Montefiore presenta así: «He aquí la carta que aterró al líder más terrorífico de los tiempos modernos. Cuando se abre un cisma entre dos aliados comunistas, la URSS y Yugoslavia, el líder soviético cuenta con que el país pequeño se doblegará ante su poder. En cambio el mariscal Tito desafía a Stalin, que se encoleriza. Encarga asesinar al presidente yugoslavo, pero los sicarios fracasan una y otra vez». Al final, Tito envía esta nota tan particular a Stalin: «¡Deja de enviar a gente a matarme! Ya hemos capturado a cinco: uno con una bomba, otro con un fusil... Si no paras de enviarme asesinos, yo enviaré a Moscú a uno muy rápido y desde luego que no hará falta que envíe a otro».
En contraste con estas misivas de personalidades poderosas, el autor acaba el libro con dos secciones sobre la caída y la despedida. En la primera de ellas, vemos un mensaje de Abderramán a sus hijos (año 961) o de Bolívar a Juan José Flores, de 1830. En la segunda, epístolas de Leonard Cohen, de Churchill a su esposa, de Franz Kafka a Max Brod, de 1924 –«Mi última petición: todo lo que he dejado..., ya sean cuadernos, manuscritos, cartas (mías o de terceros), esbozos y demás, todo debe quemarse sin leerse y hasta la última página; e igualmente todos los escritos o notas mías que puedas tener tú u otras personas, a quienes debes pedírselo en mi nombre»–, o de Lucrecia Borgia a León X, de 1519. Pero si hemos de destacar una por encima del resto, tal vez sobresalga la de la prisionera checa Vilma Grünwald a su esposo Kurt, enviados a Auschwitz, realmente conmovedora, que se despide con un «Hasta la eternidad».