Renoir: el cuadro que le cambió la vida
No era más que un artista callejero cuando a los 37 años la familia Charpentier le encargó una pintura cuya repercusión terminaría transformando su carrera
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No era más que un artista callejero cuando a los 37 años la familia Charpentier le encargó una pintura cuya repercusión terminaría transformando su carrera
Aveces una sola obra, en este caso un cuadro del genial pintor impresionista francés Pierre-Auguste Renoir (1841-1919), simboliza las esperanzas e ilusiones en el porvenir de un hombre. «Madame Charpentier y sus hijas», expuesto hoy en el Museo Metropolitano de Arte de Nueva York, marca así un antes y un después en su vida de ciudadano y artista.
No se trata de su mejor composición pictórica ni mucho menos, pero sí de una de las más célebres y sin duda del lienzo providencial que cambió su precaria vida, desde que con sólo trece años reveló ya su talento artístico cubriendo con llamativos dibujos los márgenes de los libros. Los padres no pudieron seguir pagándole el colegio y colocaron al hijo de aprendiz en una fábrica de porcelana. Allí decoraba con primor los platos con toda clase de adornos, desde ramilletes de flores hasta medallones de la emperatriz reinante Eugenia.
Cosas del Destino
Tras el cierre de la fábrica, cuatro años después, Renoir tuvo que ganarse el pan pintando abanicos, efigies de santos y hasta persianas por cinco francos cada una. Con 21 años había ahorrado ya algún dinerito para tomar sus primeras lecciones de arte en una academia. Poco a poco, se reveló contra las tonalidades dominantes de la época, desdeñando los colores pardusco, verdinegro y gris brumoso, y sustituyéndolos en su paleta por los rojos, azules, amarillos y verdes tan brillantes como la luz del sol; los matizó incluso con gamas de azul de la alhucema, púrpura o azul intenso. Le encantaba pintar al aire libre, donde sus colores preferidos refulgían con todo su vigor, expresando con vehemencia su gran amor por la vida.
El destino quiso que en 1878, cuando Renoir contaba ya 37 años, Marguerite Lemonnier, esposa de Georges Charpentier, uno de los más acaudalados editores de París, le encargase un retrato suyo y de sus hijas Paul y Georgette junto al perro bonachón de la familia. El artista volcó toda su habilidad e inspiración sobre aquel lienzo de aproximadamente un metro cincuenta de alto por uno noventa de ancho. Los mil francos que percibió por ese trabajo constituían entonces en Francia una suma excepcional para un cuadro, a los que el autor sumó otros 750 francos por otros tres retratos de la familia Charpentier.
La señora Charpentier era una anfitriona famosa y colgó enseguida el retrato en su salón, donde pudieron admirarlo escritores tan renombrados como Emilio Zola, Flaubert y Maupassant. Los elogios empezaron a correr de boca en boca, y el cuadro acabó siendo expuesto en el Salón de París, el certamen nacional anual del arte por excelencia. Renoir recibió desde entonces numerosos encargos de retratos que le permitieron atender sus gastos mientras pintaba obras que le darían todavía más celebridad: flores y paisajes radiantes de sol, hermosos desnudos y figuras solitarias o en grupo en escenarios siempre resplandecientes.
Cien francos mensuales
A esas alturas, había conseguido arrendar por cien francos mensuales una casita en Montmartre (en el número 35 de la calle de Saint-Georges), el barrio de los artistas de París, deseoso de obtener los ingresos suficientes para desposarse finalmente con el gran amor de su vida: Aline Charigot, una rolliza costurera de ojos azules y tez de manzana, que sugirió al pintor su ideal de belleza femenina. Con los años, el artista perfeccionó en sus cuadros un tipo de mujer muy parecido al de su amada; es decir, bien dotada, robusta y sana, de senos desarrollados y grandes caderas, que simbolizaba a la madre perfecta, pletórica de salud y fecundidad, según el propio Renoir.
«Madame Charpentier y sus hijas» permitió al artista ver cumplido su sueño de desposarse con Aline y fundar su propia familia con tres hermosos vástagos. Su nueva condición de padre le impulsó a realizar una serie de obras de familia en las que observamos a los niños aprendiendo a jugar, leer, escribir y a efectuar trabajos manuales. Niños en los que ni siquiera se adivina la menor carencia, al contrario de las penurias que asolaron al autor en sus primeros años de existencia. No se perciben así vestigios de los tiempos de lucha para salir adelante y sí, por el contrario, de alegría y de luz, sobre todo de luz.
En el ocaso de su vida, una artritis paralizó a Renoir, pero sus manos deformadas nunca permanecieron ociosas. Hasta su último lienzo, ejecutado el mismo año de su muerte, no le faltó inspiración para reflejar la felicidad de que gozó arropado por la familia que tanto anheló fundar desde el principio.