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Reyes Monforte: «No he escrito sobre mí, sino sobre cómo se sobrevive en mitad de la pérdida»

En «La memoria de la lavanda» hace un homenaje a su fallecido esposo y admite que su escritura fue «como una terapia».
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En «La memoria de la lavanda» hace un homenaje a su fallecido esposo y admite que su escritura fue «como una terapia».
Quiero y admiro a Reyes Monforte desde mucho antes de ser una laureada escritora de ventas millonarias, y tal vez por eso sé bien que es una mujer tímida y reservada, que oculta casi todo detrás de su blanca sonrisa. Quizá también por eso no he podido evitar verla a ella al lado de su desaparecido marido, mi también querido y admirado Pepe Sancho, entre las líneas de la que creo que es su mejor novela, «La memoria de la lavanda» (Plaza y Janés). Alguien dijo que todos los escritores, aunque escribamos de monstruos verdes, lo hacemos siempre de nosotros mismos. «Sí –coincide Reyes–, pero por suerte podemos echar mano de la ficción, que nos sirve de muleta para poner un poquito de distancia con las cosas vividas y nos ayuda a vaciarnos y a hacer una narrativa sincera, auténtica, sin engañar a nadie. Eso es lo que me ha pasado en “La memoria de la lavanda”, donde he utilizado la ficción para, a partir de un suceso que yo viví –la muerte de su marido–, poder escribir una novela que no versa exactamente sobre lo que me pasó a mí, ni sobre la vida que yo tuve con nadie, sino sobre cómo se sobrevive en mitad de la pérdida, cómo se gestiona el dolor, la muerte del ser querido, las compañías que te quedan en el momento, la familia, las traiciones, los secretos, la nueva vida que tú no quieres pero que no te queda más remedio que aceptar, igual que debes seguir respirando».
Compartir el dolor
No estoy segura, pero puede ser, si atendemos a otras experiencias como «Mortal y rosa», de Francisco Umbral, o «La ridícula idea de no volver a verte», de Rosa Montero, que vieron la luz tras las pérdidas de seres queridos, que compartir el dolor ayude a soportarlo. «Sabes que no soy mucho de compartir dolores ni lágrimas y que siempre he creído que los malos momentos, mejor en casa. Por eso pienso que más que compartir el dolor, en mi caso había una necesidad vital de compartir la suerte de tener buenos amigos que te aconsejan y acompañan y que incluso beben lo que tú no puedes beber. Yo me lo he tomado como una terapia, como una llegada a meta, como algo que había querido hacer en numerosas ocasiones, pero de lo que me sentía incapaz, porque cada vez que lo intentaba no me salían las palabras, me emocionaba, se me cerraban las compuertas y todo se volvía un muro que no podía tirar abajo. Han tenido que pasar cinco años para poder conformar una ficción con unos personajes dotados de una biografía vital que, en algunos casos, como el de Lena, ya conocía: no he tenido que preguntar a nadie qué es lo que pasa por el cuerpo o qué es lo que se siente cuando se pierde a alguien porque, desgraciadamente, ya lo sabía».
Vena periodística
La muerte a causa de un cáncer de Jonás, reputado cardiólogo y marido de la fotógrafa Lena, desconsolada tras la pérdida, lleva a la mujer a viajar con sus cenizas hasta Tármino, un lugar que se convierte en otro personaje más en esta novela, donde la esperanza le arrebata protagonismo a la tristeza. «Tármino es, en realidad, la localidad alcarreña de Brihuega, a la que decidí ficcionar el nombre. Allí todos los 15 de julio se celebra el festival de la lavanda. Yo había estado en la Provenza francesa, pero desconocía que existiera un rincón semejante aquí en España y fue curioso porque, antes de conocerlo, si algo me frenaba para comenzar la novela es que no sabía en qué escenario colocarla. No quería situarla en Madrid ni en el Mediterráneo porque a lo mejor eran demasiado cercanos y no había manera de distanciarme lo suficiente como para que el lector viera otras cosas y sintiera que era una novela de emociones, de sentimientos, y creara empatía con los personajes. Cuando llegué a Brihuega se me iluminó la bombilla y pensé que ya tenía la novela, que ya sabía por dónde la iba a comenzar y cómo iba a ser. Fue como si, de pronto, todas las piezas del puzle encajaran».
Me resulta curioso pensar que Reyes Monforte presuma siempre de escribir novelas basadas en la realidad y que en este caso haya convertido su propia realidad en novela. «Es verdad. Por mi vena periodística siempre he dicho que para qué inventar historias cuando la realidad las ofrece mejores. Y de pronto la vida te da un tortazo, te deja tambaleándote, y miras las cosas de manera distinta. Antes hablábamos de Umbral y de Rosa Montero, pues yo recuerdo que cuando leí el libro de memorias de una viuda de Oates me dije: “Madre mía, por favor, que no me vea nunca en la necesidad de escribir nada igual por haber perdido a alguien, porque creo que no sería capaz...”; sin embargo, te dedicas a hacer planes, a decidir si vas a escribir sobre esto o aquello y de pronto te pasa algo y necesitas volcarlo de alguna manera...Y me he quedado muy a gusto, si quieres que te diga la verdad».
No me extraña, porque la novela hace llorar, pero también ilumina y contribuye a ello lo bien que está escrita, el lenguaje tan mimado. Se nota que «La memoria de la lavanda» es una obra especial para Reyes Monforte. «Te diré que a la hora de escribirla yo intenté que no se distanciara mucho de la manera de narrar de otras novelas para no caer en lo personal y en la cursilería. Sin embargo, por lo que me decís, parece que la he escrito de otra manera. Pero es que claro que es especial, ¿cómo no va a serlo si es un homenaje a la persona amada y perdida?».