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Robert de Niro y un padre atormentado por su homosexualidad

larazon

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El purgatorio son los padres. Los primeros monstruos que asoman en la conciencia de los niños no son los que asoman entre las páginas de los cuentos o las primeras cintas de terror (esas que se ven en la televisión a escondidas), sino las frustraciones y traumas que visualizan en los progenitores. Se ha vendido una idea de la infancia, como un Edén de inocencias, que nunca corresponde con la realidad, como anticipó hace tiempo Charles Dickens, aunque ya nadie le haga ni caso, y Walt Disney, aunque todo el mundo piense todavía que sus películas son las más adecuadas para que los niños se entretengan los domingos por la tarde.
Aquí cada cual viene con su propia mochila familiar, que siempre antecede, o anticipa, según se mire, la que se lleva a la escuela. Pero este peso material de libros y cuadernos no es menor a la otra, a pesar de que esté hecha de silencios, secretos, puntos suspensivos y, en el peor de los casos, de malos tratos. El mayor secreto siempre es uno mismo, las raíces torcidas de las que se proviene y esto es algo que va sabiéndose ahora de Robert de Niro, el hombre de las mil caras, nuestro toro salvaje de la gran pantalla, un hombre que más que interpretar, deglutía personajes.
El actor traía consigo un genio para el séptimo arte que no era casual, sino que nacía de esa cinética que suele ser la genética doméstica, el ambiente en el que uno fue alumbrado y que acunó los primeros años. Su padre, más que un tormento, era la tinta invisible de su pasado, eso que está escrito con zumo de limón y que solo se ve cuando se examina su biografía al trasluz de una vela. Un tipo que nació blasonado con la etiqueta de genio, de niño superdotado. Lo suyo era el arte, pero esta vez el pictórico, el lienzo en blanco. Algo de lo que ningún chaval debiera avergonzarse, sobre todo si se tiene en cuenta la inclinación natural de los críos a los pinceles y lápices. Pero nada es tan sencillo y si resulta así, es que hay gato encerrado. Este creador, dotado para la abstracción, o sea, la rabia expresada con colores, arrastraba una homosexualidad oculta que minaba su matrimonio, los problemas mentales que lo llenaban de demonios, sus problemas económicos y una ansiedad que le impulsó a un doloroso ejercicio confesional.
Mientras los museos de Nueva York se disputaban sus cuadros, él rellenaba docenas de páginas con sus pensamientos y dudas familiares, o sea, con ese oleaje de padecimientos entre los que trataba de mantenerse a flote. Su vida bohemia era de todo menos una vida bohemia. Probablemente su antítesis. Robert de Niro acaba de entregar esos escritos a una editorial. Reconoce que nunca los ha leído. O, mejor dicho, que ha retirado la mirada después de leer varios fragmentos, de constatar cómo su padre subrayaba con orgullo sus triunfos en el cine –imagen en movimiento, todo lo contrario de lo que es un cuadro–, y tenía ganas de abrazarlo, de pasarle la mano por el pelo, como reconoce, pero que no se atrevía a hacer por miedo a que la joven estrella no apreciara tan minúsculo gesto. Quizá no entendía que si hay algo que un intérprete entiende mejor que la frase de un guión es un gesto por leve que sea. Sus lazos no son los de un padre malo y un chico bueno. Si no la de dos tipos enfrentados a esa intemperie que es la vida.

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