Salvar la memoria (y el palacio) de Alejandro Dumas
Alejandro Dumas era una estrella editorial cuando hizo construir su exuberante palacete en las afueras de París, una rareza arquitectónica concebida a imagen del autor de “Los tres mosqueteros” y cuyo ruinoso estado lleva hoy a sus responsables a pedir ayuda.
Hubo un tiempo en el que desde las colinas de Le Port-Marly, una villa rural junto al Sena, se distinguía París. Entonces Dumas, ajeno al bullicio de la capital, se hizo con una parcela en la localidad para levantar en 1856 un “chateau” donde recibir -por este orden- a amantes, lectores y acreedores.
EFE/CARLOS ABASCAL PEIRÓ
A la medida de la corriente literaria que alimentó, el novelista era un tipo excesivo, un romántico que imaginó el perfil del palacio, edificó un segundo pabellón a modo de retiro creativo y apaciguó su ego grabando sus iniciales y las de sus obras allí donde le fue posible.
Con cerca de tres hectáreas, el dominio aún incluye grutas naturales, senderos de hiedra y un alambicado curso de arroyos en una finca de estilo gótico que los lugareños, que confundían al escritor con sus personajes, acabaron apodando el “Palacio de Montecristo”. Halagado, Dumas fomentaba el malentendido.
De aquel tiempo queda todo, incluido el malentendido, aunque ya no es posible ver París desde las balaustradas y, al otro lado de un bosquecillo de cerezos, una ruidosa autopista bordea la colina.
A cargo del equipo de conservación del monumento desde hace dos décadas, Frédérique Lurol describe a Efe cómo la humedad se ha apoderado de los cimientos de este olvidado “panteón del romanticismo” que en verano hace las veces de museo del escritor.
Afuera, un solitario jardinero sortea una bandada de ocas bajo la lluvia.
“Ya sólo quedan ellas”, se lamenta Durol mientras inspecciona un manojo de llaves. “Dumas llegó a convivir con faisanes, dos loros, tres monos, un buitre y catorce perros”.
En los años setenta, el edificio logró esquivar un derribo, fue declarado monumento nacional e ingresó en el patrimonio francés: “Pero ahora hay que mantenerlo, evitar a los especuladores y reunir los 500.000 euros que restan para completar la restauración”, avisa la conservadora.
Otra suma, igualmente cuantiosa, acabó expulsando a Dumas de sus dominios. Este vendía al instante sus obras pero, ahogado por su intensa agenda social, debía pagarés a todo el mundo.
Primero subastó los muebles, luego el terreno y finalmente, en 1851, el escritor abandonó un palacete vacío. No regresó nunca.
“Fue un hedonista, un amante de las mujeres, los viajes, el arte y la cocina”, revela Durol ante una sala cargada de retratos de un tipo de gesto amable, atuendo dandi y formas redondeadas que “engordó para mostrar al mundo lo bien que vivía”.
Sus detractores pronto le apodaron la “fabrica de novelas” ante su hiperbólica producción narrativa, que la prensa dosificaba por entregas según el patrón de publicación de la época.
Era la obra infinita que hizo del autor de “El conde de Montecristo” el héroe literario de muchas generaciones y que hoy, especula Durol, le habría llevado a escribir guiones para televisión: “Las series son los folletines de nuestro tiempo”.
Descendiente de cierta nobleza militar, Dumas era además nieto de una esclava haitiana, un romance de su abuelo que le endosó una piel mate y más de un desprecio racista en la Francia del XIX. “Mi raza empieza donde acaba la suya”, respondía cuando le acusaban de simio.
Polémico y adelantado, el novelista poseía un teatro, redescubrió a Shakespeare en Francia y, al margen de las 300 obras que se le atribuyen, tuvo tiempo para viajar a través de Rusia, el norte de África o Italia, donde financió al revolucionario Garibaldi.
De regreso, el genio había envejecido y, gravemente enfermo, optó por refugiarse en el domicilio de su hijo, el aplaudido autor de la novela “La dama de las Camelias”. Este sacudía la cabeza cuando le preguntaban por la salud de su padre: “Nada persiste ya en su memoria: allí donde hubo granito -decía- sólo queda arena”.
Y a ello se consagran los esfuerzos de Durol, a que esa memoria y ese palacio -si acaso son cosas distintas- no acaben convertidos en arena. EFE