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Sanjurjo, Mola y «miss canarias»

La exhumación por parte del Ayuntamiento de Pamplona, gobernado por EH Bildu, de los restos de los dos generales golpistas recupera una historia enterrada hace 80 años.
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  • Nacido el 29 de junio de 1956 en Madrid. Casado, cuatro hijos. Licenciado en Periodismo por la Facultad de Ciencias de la Información, Universidad Complutense de Madrid. Comenzó a trabajar en 1974 en el diario ABC. Fue jefe de Reportajes de la revista Época y director de la revista La Linterna. Forma parte del equipo fundacional de LA RAZÓN. Es autor de dos libros de investigación sobre la Guerra Civil ("El Crimen que desató la Guerra Civil" y "La historia oculta del PSOE en la Guerra Civil") y de un libro de recopilación de reportajes ("Viajes desaconsejables). Es patrón de yate.

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La exhumación por parte del Ayuntamiento de Pamplona, gobernado por EH Bildu, de los restos de los dos generales golpistas recupera una historia enterrada hace 80 años.
El alcalde de Pamplona, Joseba Asirón, uno de esos batasunos que cuando les preguntan por lo suyo dicen que hay que superar el conflicto y mirar al futuro, ha decidido vaciar las tumbas de los generales José Sanjurjo y Emilio Mola –y, de paso, las de siete combatientes del requeté–, que se encuentran desde 1961 en la cripta del Monumento a los Caídos de Navarra. El asunto puede tener alguna complicación legal, pero en la comunidad foral, donde el carlismo, el mismo que nos llevó a disputar tres guerras civiles, se diluyó en las tortuosas aguas del franquismo, la cosa se da por hecha.
De los requetés muertos, poco hay que decir. Formaron parte de los 40.000 voluntarios navarros que lucharon en las filas de los rebeldes y que se distinguieron, a las órdenes de Mola, en la conquista del norte de España. Si se piensa, en la ribera casi todos los vecinos deben tener un abuelo o un pariente de esos de la boina roja, la bota de vino y el «detente bala» con la imagen del Sagrado Corazón que hicieron correr a los gudaris en el trincherón de Bilbao. Y si no, descendientes de falangistas, que más de seis mil dieron las tierras del Ebro. El caso es que en Navarra se produjo una de esas encrucijadas que hacen palidecer a la ficción frente a la historia.
No es preciso remontarse mucho en la cronología de la II República. Basta con saber que hacia febrero de 1936, tras el triunfo del Frente Popular en las elecciones, al Gobierno de Madrid se le ocurrió destinar al general Mola a Pamplona, por entender que, allí en el bucólico norte, lejos del poder, poco podría conspirar. Para el caso de Francisco Franco se ideó lo mismo y lo enviaron a Canarias.

Paraíso golpista

El tercero en discordia, José Sanjurjo, ya vivía exiliado en Lisboa desde 1934. Mola halló en Pamplona lo que en estos tiempos podría denominarse el «paraíso del golpismo». Un pueblo profundamente católico, conservador y monárquico que, además, mantenía viva las tradiciones militares del carlismo y detestaba a su mozos con un fusil. Gentes recias, propietarios del trozo que labraban y de los prados donde pastaba su ganado. La España eterna, más cerca de los Austria que de los Borbones, para quienes la República no era más que bulla, desorden y templos en llamas. A Mola, héroe de las guerras africanas, el nuevo régimen no le había tratado bien. La caída de Alfonso XIII le había sorprendido al frente de la Dirección General de Seguridad. Es decir, que estaba marcado por la represión de la sublevación de Jaca y del movimiento subversivo republicano.
Tras el golpe fallido de agosto de 1932 –el que dio Sanjurjo– le apartaron del Ejército, aunque no había participado en la intentona. Sin sueldo ni subsidio, pasó penalidades, tuvo que trabajar hasta de ¡periodista! y volvió cuando fue amnistiado por el Gobierno de Lerroux, que le destinó al protectorado marroquí. En Pamplona, lo de Mola y los carlistas fue, tenía que serlo, un flechazo.
Que el golpe se avecinaba era un secreto a voces. El Gobierno de Casares Quiroga bailaba en la cuerda floja entre los embates del anarquismo y el vocerío de quienes, desde la izquierda socialista, proclamaban que la República burguesa había cumplido ya su función, que, al parecer, no era otra que la de mamporrera de la revolución marxista. Balandronadas y violencias estériles. Casares, que no era el estúpido que nos ha querido retratar el oficialismo progre, hizo lo que pudo por desbaratar el golpe militar sin, al mismo tiempo, dejar desarmada a la República frente a la amenaza revolucionaria. No lo consiguió. Si la cabeza de la sublevación, al menos en el plano moral e intelectual, era Sanjurjo, Mola, tras la política de traslados y destituciones de altos jefes militares llevada a cabo por Casares, se convirtió en el «director» estratégico y técnico de la sublevación.

Fechas febriles

También estaba Franco, en las lejanas islas. Conspiraba, pero estaba comido por las dudas, consciente de que el equilibrio de fuerzas era desfavorable y convenía esperar. «Miss Canarias» fue el epíteto que le dirigieron en aquellas fechas febriles de la primavera del 36 algunos de los mismos camaradas que, luego, le exaltarían sin un pero a la Jefatura del Estado. Pero por aquel entonces, que Franco estaba dispuesto a acatar el mando de Sanjurjo era un hecho. Que Sanjurjo quería reinstaurar la monarquía, era probable, como que Mola se empeñó en sublevarse bajo la bandera de la República, aunque los navarros, sin embargo, ya habían decidido marchar bajo la vieja rojigualda y se saldrían con la suya. La preeminencia de Sanjurjo sobre el resto de los sublevados era innegable. Nacido en Pamplona, hijo de un coronel carlista, pero forjado como militar en las guerras de Marruecos, había sido el jefe directo de Franco y de Mola en la notable hazaña del desembarco de Alhucemas. Fue, en efecto, Sanjurjo quien comandó la que, a la postre, sería la primera operación aeronaval de la historia, la que luego estudiaría el Estado Mayor yanqui para lo de Normandía. Desde el fracaso de Gallipoli en 1915, nadie creía que fuera posible poner en tierra un contingente militar bajo las barbas de un enemigo avisado y atrincherado. Con el informe de las operaciones de Gallipoli como referente, Sanjurjo armó las suyas y Abdel Krim fue, por fin, derrotado.
En Alhucemas, su fama alcanzó el cenit. Así que cuando Alfonso XIII decidió que ya había tenido bastante con Miguel Primo de Rivera, el de la «dictablanda», y lo despidió como a un cochero, Sanjurjo creyó que él era el hombre que debía encabezar el nuevo Gobierno. Pero el rey eligió al general Berenguer y Sanjurjo se molestó. Luego, cuando las elecciones municipales de abril de 1931 trajeron la República, Sanjurjo, que mandaba la Guardia Civil, dio a entender que no movería un solo tricornio. Y Don Alfonso se fue al exilio.
Luego pasó lo de la quema de iglesias, la matanza de guardias civiles en Castilblanco, las reformas militares de Azaña y el idilio republicano de nuestro monárquico general se acabó. No había durado un año. El golpe militar, forzado en último término por el asesinato de José Calvo Sotelo a manos de un comando de policías y militantes socialistas, fracasó como, por cierto, había predicho Franco, y desembocó en la Guerra Civil. El 20 de julio, Sanjurjo despegaba desde un campo improvisado en Estoril para volar hasta Gamonal, en Burgos, y ponerse al mando de la sublevación. El avión se estrelló sin conseguir elevarse y Sanjurjo encontró la muerte. Casi un año después, el 3 de junio de 1937, el general Emilio Mola perdía la vida en otro accidente aéreo, en el Puerto burgalés de la Brújula. Unos días después, las brigadas navarras, «sus» brigadas navarras, conquistaban Bilbao.