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Schiele: censurado cien años después

larazon

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Egon Schiele, un tipo que murió de amor. Su mujer, Edith, había contraído el virus de la gripe, la española, la que asoló Europa, y él decidió quedarse a su lado, inmolarse, como esos poeticones románticos
dispuestos a asumir un destino irrevocable, ya inaplazable. La última obra del pintor son esos esbozos rápidos, apresurados, sin jamás traicionar el curso de la línea, que trazó de su esposa en la cama, con la palidez de la enfermedad ya craquelando las facciones de su rostro. Tres días después, él, que había glosado en sus dibujos el vacío existencial, la angustia de esa época de bailes y pianos, cerraba los ojos. Con el artista no desaparecía un pintor, sino también esa Viena burguesa, tan orquestizada por el vals y la fanfarria militar, que se había asustado ante el escándalo del desnudo y las teorías del yo, el super yo y los sueños
de Sigmund Freud; esa Sociedad de represiones sexuales y maridos que prohibían a sus mujeres, esposas, primas hijas, posar para los creadores, los Klimt de entonces y demás, y que la Gran Guerra derrotaría en el pozo de las trincheras. Un siglo después, o sea, hoy, en el aniversario de su muerte, Egon Schiele se reencuentra con esa Viena pacata, pudibunda, extinta, que había tildado sus imágenes de pornográficas y le
había condenado unas semanas al talego por el octavo de los siete pecados capitales: la inmoralidad. Pero esa Viena ya no está en Austria, sino en la Alemania de Merkell, en esa Inglaterra irreconocible del
Brexit que nos ha sobrevevenido, y que ha censurado la caterlería varia que anuncia el aniversario del artista, no vaya a ser que a algún votante le de por pedir en una oficina la hoja de reclamaciones. Esa Europa
que aplaudió «El último tango en París», «El evangelio según San Mateo», «La dolce vita» y «Portero de noche», que celebró la exploración de las esquinas oscuras del alma, que se había reconciliado con el cuerpo, que disfrutaba con Lucien Freud y Francis Bacon, comienza a ser cosa del pasado, a laguidecer, a desaparecer, y sobreviene una UE grisácea, mezquina, de moral estrecha, capaz de sonrojarse ante las Venus de Botticelli, Tiziano y Rubens; una UE decadente, complacida en sí misma, americanizada, que es lo peor que se puede decir del Viejo Continente, afín con lo políticamente correcto, que es casi peor que lo anterior, y que, dentro de poco, como hicieron aquellos papas con los frescos de la Capilla Sixtina, no dudará en recubrir con un puritano paño el «David» de Miguel Ángel para evitar que el turistaje

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