Schommer da la cara
El Prado muestra los retratos de los años ochenta del fotógrafo junto a autorretratos de Velázquez y Goya, entre otros pintores.
El Prado muestra los retratos de los años ochenta del fotógrafo junto a autorretratos de Velázquez y Goya, entre otros pintores.
Un hombre no sólo ve con los ojos, también le ven por los ojos. Alberto Schommer les ha secuestrado la mirada a los artistas, escritores, galeristas y filósofos de sus retratos para evitar que su personalidad nos devore y distraiga de lo más esencial, de su naturaleza, que es lo que enraíza a cualquier creador con los demás mortales. Schommer ha intentado cegarlos para reducirlos a lo más primordial, a lo inmediato, su piel –puede decirse que los ha despellejado de su alma– para devolvernos unas imágenes cegadas, edípicas, sin el poder ofensivo que siempre supone un espíritu innovador y revolucionario. Lo de Schommer es una transgresión, una manera de romper una tradición que podría encontrar su origen en un pasado remoto, arcaico, quizá en la cultura griega, cuando el escultor, el dramaturgo, el poeta, el atleta eran ensalzados por encima de los demás. El fotógrafo ha prescindido, voluntariamente o no, porque los hallazgos, incluso los más geniales, a veces provienen de los surcos de lo casual, de las pupilas de esta moderna inteligencia de nuestras artes y letras, para enseñarnos lo más evidente, lo que afecta a todos, desde el analfabeto hasta el genio: los arañazos del tiempo, la vulgar animalidad que ocultan los artificios del mundo interior. Las caras de Schommer resultan un ingenio divertido y contradictorio: son máscaras porque nos impiden ver a la persona que hay detrás y, a la vez, no son máscaras porque son el rostro de una persona, la pizarra donde el calendario roe sus muescas, el lugar común que reconocemos todos. Ese es Rafael Alberti, ese otro Francisco Ayala, el siguiente, Caro Baroja, el de después Juan Benet, aquel de allá, Camilo José Cela y el que asoma por aquí Luis García Berlanga. El Prado ha dedicado a Schommer, Premio Nacional de Fotografía 2013, una muestra peculiar en una de las salas. Ha recogido esta serie de los ochenta, este «Parnaso» español, y lo ha enfrentado con algunos lienzos que conserva la pinacoteca. Ahí están las firmas de Diego Velázquez, José Ribera o Francisco de Goya, entre otros. Son retratos o autorretratos, porque antes, la instantánea de un rostro requería pinceles y paciencia, al contrario de las cámaras de fotos, que encuentra en lo urgente una de sus características primordiales. «Yo empecé en la pintura –recuerda Schommer–, dominaba la técnica, pero en cuanto descubrí la fotografía, me di cuenta de que todo lo que deseaba expresar lo podía decir con mayor fuerza a través de una instantánea que de una pintura. Pero, de todas formas, puede verse la influencia que me dejó mi formación en estas obras». El fotógrafo señala su retrato de Chillida y el «Autorretrato» de Goya, con el que comparte similitudes o, más bien, cercanas aproximaciones. «Con un retrato –puntualiza el fotógrafo– se puede profundizar en alguien, acercarte más al personaje en el que estás interesado. Tienes que ser consciente del sentimiento de lo que se va a hacer y, al mismo tiempo, contar con suficiente fuerza, una especial, para hacerla».
En estas vidas paralelas, las que sobreviven en el lienzo y, también, las que han sido inmortalizadas en el papel de fotografía se encadenan una serie de relaciones. En la pintura, el propósito del artista es asomarse al temperamento del modelo, trascender la carne, el músculo, para llegar al interior o que todo el exterior, el semblante, no sea más que una respuesta pictórica a algo que es abstracto, invisible. En la fotografía, en cambio, con la minuciosidad y el detallismo que genera, lo que se intenta es vaciar el contenido para quedarse con el continente. En los retratos de Schommer lo que apreciamos es la descarnación involuntaria del tiempo, los estragos de la edad. Las caras aparecen como envolturas, como mejor «atrezzo» de una vida. «Lo que me interesaba era marcar los rasgos, las caras. Lo que no calculé en ese instante es que los ojos quedarían en negro. Pero luego me di cuenta de que esos ojos decían mucho más así. Aunque no podemos verlos, en cierta manera, podemos intuirlos, adivinarlos. A pesar de todo, el efecto final es el de una mácara», comenta el artista.
- ÉPOCA DIGITAL
La oportunidad de exponer en el museo es para Schommer, el primer fotógrafo español que lo hace, «el sueño de una vida. Hay que pensar que yo ya soy mayor y no sé si podré hacer fotos nuevas». Cuando echa un vistazo al pasado, no existen remordimientos y sí agradecimiento porque «se me ha dado la oportunidad de ver la vida que me rodeaba en ese instante y poder recogerlo como se hacía hasta hace tan sólo unos pocos años. Ahora, que se ha abierto la época digital, ya no me gusta tanto, porque si consiste en que todo sera vulgar, rápido y sin interés... No se puede tratar la fotografía frívolamente. Este trabajo no se puede hacer sin interés, porque eso sería reducir esta expresión a algo propio de la Prensa o de las instantáneas hechas como un simple recuerdo. Cuando lo que se pretende es hacer arte, tiene que existir otra actitud, otra mirada y otra manera de trabajar», declaró. Los 28 retratos de Schommer y los 13 que aportan las colecciones del Prado conforman un pequeño homenaje, incluido dentro de las exposiones organizadas en esta cita de PHotoEspaña, a las grandes figuras culturales de nuestro pasado. En un país, como se resaltó en la presentación, que no tiene una National Portrait Gallery para honrar a los personajes que han formado el patrimonio literario, pictórico, científico y humanístico de su nación, y que carece de un Panteón, como ocurre en el caso de Francia, queda todavía la oportunidad, a través de estas iniciativas, de enfrentar a Góngora con Cela; a Velázquez con Saura; a Goya con Antonio López. «El recorrido –señaló Miguel Zugaza, director del Museo del Prado– permite conocer el camino que ha recorrido el retrato desde el Renacimiento hasta hoy en día. La tipología nace con el busto romano, la incorpora El Greco, y en esta exposición se prolonga hasta Antonio Saura». Schommer no dudó en señalar, con cierta ironía, desde la atalaya de su edad, que ahora «la realidad está en las paredes, es lo estático, una realidad fija. Nosotros somos la irrealidad». Al final sólo son las máscaras las que perduran.