Siéntese en los labios de Mae West
Una completa exposición reúne en el palacio de Gaviria de Madrid 200 piezas dadístas y surrealistas de la colección de Arturo Schwarz. Una cita imprescindible
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Una completa exposición reúne en el palacio de Gaviria de Madrid 200 piezas dadístas y surrealistas de la colección de Arturo Schwarz. Una cita imprescindible.
Pintarle bigote y perilla a «La Gioconda» solo podía ser una «ocurrencia» con categoría artística propia de Marcel Duchamp. Menuda provocación para 1919. Dibujó el mostacho sobre una postal barata que compró en una tienda cualquiera. Un «ready made» que a partir de aquel momento (y de otros posteriores) que por mor de su autor pasó de ser nada, una vulgar tarjeta, a convertirse en obra de arte. Después volvería a repetir la jugada borrándole los colores a la dama inmortalizada por Da Vinci, es decir, en blanco y negro y sin aditivos. Y la llamó entonces «L.H.O.O.Q. afeitada». Dalí no se quedó atrás y se inmortalizó como la dama señorial, pero con aditivo piloso sobre el labio y los ojos desorbitados, tan dalinianos ellos. Este retrato se puede ver ahora en Madrid en la exposición «Duchamp, Magritte, Dalí. Revolucionarios del siglo XX». Que lo fueron, pero que no estuvieron solos en su rebeldía. El contexto, como queda bien reflejado en la muestra del Palacio de Gaviria, fue único, pues hablamos de un periodo de entreguerras tan apasionante y fructífero para el arte como no ha habido otro y probablemente no haya. El panorama que estos creadores tenían frente a sus ojos se antojaba tan desolador que su obra significó un auténtico revulsivo capaz de ensordecer el silbido de las balas y dejar de ver por unos momentos a los soldados que caían en el frente uno tras otro. El deseo, la libido, la presencia de la mujer, sobre todo púber, se convierten en centro de atención. Lo onírico, lo imposible, la imaginación elevada al cubo. El arte surrealista.
Óscar Tusquets, arquitecto y artífice de la distribución espacial, lo explica así: «Hablamos de un momento concreto en que se dieron una circunstancias históricas que solamente coinciden digamos que cada 400 años. Fue apasionante. Hoy, querer seguir sorprendiendo en materia artística resulta imposible. Matar la pintura se puede hacer una vez porque si se repite a lo largo del tiempo será algo como situarse en las antípodas de al vanguardia». De hecho asegura que le parecen «muy aburridos» quienes siguen basando su obra en la sorpresa: «Desde luego, a mi Antoñito López me sorprende bastante más que otros. Madre mía, menudo “déjà vu”. ¡Otra vez encontrarnos con un cuadro en blanco! Pero si ya hay hasta una obra de teatro que habla del tema», explica con ironía y dejando escapar alguna carcajada el arquitecto. Y repite que se decanta por el pintor realista «y por Gerhard Richter, aunque comprendo que su objetivo no es ni matar la tradición de la pintura ni sorprender».
Dice que a Dalí le hubiera gustado el montaje, entre otras cosas, porque es un poco surrealista. «El espacio me parece bastante atractivo, pero un tanto laberíntico, con salas grandes, otras más pequeñas, espacios enormes frente a otros más exiguos. Ten en cuenta que es un palacio y no un museo. Va muy bien con Dalí y con el sentir de la muestra», puntualiza.
Oportunidad única
Casi 200 obras que desembarcan en el Palacio de Gaviria de Madrid como préstamos del Museo de Israel, en Jerusalén procedentes de la donación de Arturo Schwarz, un galerista-coleccionista e intelectual que posee una de los mejores conjuntos de obras tanto dadaístas como surrealista y que mantuvo amistad con grandes de estas corrientes. Fue en los años 90 cuando donó su colección de 700 obras al citado centro, que posteriormente se completaría con la de su biblioteca sobre la misma temática, destinada en principio a quedarse en Milán pero que, por azares de una burocracia absurda, voló a Jerusalén. «Las obras que reunió Schwarz son bastante importantes, aunque no sean de las más grandes de sus autores, pero ahí están el autorretrato de Man Ray, por ejemplo, que es una pieza magnífica. Veámoslo como un auténtico regalo que ahora se pueda ver en Madrid y no existe excusa para acercarse a visitarla. Será mejor tenerla a la mano que viajar a Jerusalén a verla, ¿no? Y tiempo hay hasta julio», comenta. La trinidad revolucionaria no está sola. Junto a ellos la mirada rebelde de Ernst, Tanguy, Man Ray, Calder, Picabia, Schwitters, Höch, Blumenfeld y Janco, entre otros. Sus anhelos, locuras, imaginaciones calenturientas. Sus creaciones imposibles unas veces; polémicas las más de ellas. La exposición ha sido comisariada por Adina Kamien-Kadzan, del Museo de Arte Moderno de Israel, y está organizada por la compañía italiana Arthemisia junto con la Fondazione Cultura e Arte, en cooperación con el Museo de Israel en Jerusalén, el Ayuntamiento de Madrid y la Embajada de Israel en España. Para la comisaria, «el dadaísmo y el surrealismo son movimientos que hablaban de libertad, cuando ésta estaba limitada eran como dos olas que se cubren la una con la otra y, por ello, hemos decidido que se compartan en esta exposición en la que se mezclan salones de bailes, techos altísimos con marcos en dorado».
Junto al sueño, que encabezaría la primera de las secciones, ocupan un lugar preferente los «ready made», los objetos banales a los que el artista distingue como obras con el simple hecho de considerarlos como tales y estampar en ellos su firma. La rueda de bicicleta de Duchamp es uno de ellos. En la sala en la que se levanta ocupa el centro. Redonda y desafiante. Según André Breton, los «ready made» duchampianos presagian los objetos surrealistas como contraparte visual de las cautivadoras metáforas poéticas empleadas en los textos clave del movimiento: «Tan hermoso como el encuentro casual de una máquina de coser y un paraguas sobre una mesa de operaciones». Definirlo mejor es imposible. Una tercera sección estaría conformada por el automatismo y su evolución. El automatismo refleja la pasión de los surrealistas por los nuevos descubrimientos realizados en el campo de la psiquiatría a principios del siglo XX: consideraban el automatismo como el equivalente visual de la libre asociación empleada por Freud en el psicoanálisis. Además, si lo desea puede cumplir el sueño de sentarse en los labios rojos fuego de Mae West, merced al montaje que ha ideado Óscar Tusquets, y que a diferencia del que se puede ver en el Museo de Figueras, aquí permite al visitante penetrar en la escena. El arquitecto repite de nuevo que también «le encantaría» a Dalí, pues juega con la idea de que el espectador puede ser un «voyeur» y al tiempo protagonizar la escena, ser actor de la misma. Lo primero es sencillo: simplemente tiene la posibilidad de mirar a través de un agujero (¿un guiño a la obra duchampiana «Etant Donés»?, a la que se accede visualmente mediante un agujero oradado en un portalón de madera) la famosa escena en que dos lienzos emulan los ojos de la actriz rubio platino, la nariz es una chimenea y su cabello un abundante cortinaje. La segunda opción resulta aún más sencilla: se da la vuelta y accede al decorado.
Con «selfie», claro
«Cuando se montó la exposición de Dalí en el Reina Sofía no pudimos llevar la instalación porque no había espacio suficiente; sin embargo, aquí sí ha sido posible dar con el lugar adecuado», expone. Y además podrá sacarse un «selfie» si lo desea: «Además, eso. A mi me parece estupenda la decisión del Museo del Prado de no permitirlo, aunque a Dalí le hubiera entusiasmado la idea esa de conseguir formar parte de un escenario y poder fotografiarte, pues puedes incluso verte dentro de la cara de Mae West mediante un montaje audiovisual, algo que el artista soñaba hacer en su momento». Sea como fuere Tusquets está muy satisfecho del resultado. Y seguro que la instalación se va a convertir en una de las atracciones de esta exposición. No hay en esta exhibición compartimentos estanco ni una agrupación cronológica. Así, por ejemplo, el «Deseo» está colocado con ironía en la sacristía del Palacio, mientras que las obras de los «Espacios oníricos» –«quizás lo más conocido de estos movimientos»– sirven para «traducir los sueños». Completan la muestra los «Automatismos» –con Joan Miró o Max Ernst–, «métodos para escapar del control consciente» y el «Biomorfismo y Metamorfosis».