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Sócrates, la primera víctima de la democracia

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Mario Gas y José María Pou llevan a escena el proceso del pensador de Atenas en una obra escrita a partir de textos de Platón y Jenofonte.
Atenas. Año 399 a. C. En la asamblea, 556 jueces dictaminan el futuro de un hombre. Allí están probablemente Critón. Y Critias, que años después será Tirano de la ciudad cuando caiga ante los espartanos. Y desde luego están Melito y Ánito, los acusadores. Y un hombre ya anciano –contaba 70 años de los de entonces–, algo grueso y tenido por feo, que defiende quizá su vida, aunque los hechos probarán que le interesa más salvaguardar la verdad. Muchos le quieren muerto por frases como ésta: «No me canso de deciros que la virtud no viene de las riquezas, sino, por el contrario, que las riquezas vienen de la virtud, y que es de aquí de donde nacen todos los demás bienes públicos y particulares». Es Sócrates, el pensador que jamás escribió una línea, uno de los padres de la filosofía, o sea, del amor al conocimiento. Él que se decía el más sabio por reconocer que nada sabía en realidad. Sócrates impartía su doctrina entre los jóvenes de la ciudad. Y, como ya es obvio, para algunos atenienses hacía años que se había convertido en un problema.
Le acusaron de impiedad, de corromper a los jóvenes y de ir contra las leyes. En «Apología de Sócrates», su discípulo Platón, al que le debemos que le diera voz en sus escritos, recrea el juicio, del que fue testigo. El filósofo se defendía de extraña manera aludiendo a su condición de hombre más sabio que el resto –según el oráculo de Delfos, consultado por Querefon, no había otro más sabio que él–. ¿Soberbia? En absoluto: Sócrates relata cómo visitó a los políticos, poetas y artistas y cómo sus conclusiones no hicieron sino crearle enemigos. «Razonaba conmigo mismo y me decía: yo soy más sabio que este hombre. Puede muy bien suceder que ni él ni yo sepamos nada de lo que es bello y de lo que es bueno; pero hay esta diferencia: que él cree saberlo aunque no sepa nada y yo, no sabiendo nada, creo no saber. Me parece, pues, que en esto yo, aunque poco más, era más sabio porque no creía saber lo que no sabía». De ésta y otras acusaciones se defendió en vano el hombre que nada tenía –fue soldado y senador, pero abandonó sus negocios personales por dedicarse al bien de la ciudad–, salvo algunos discípulos fieles.
Un marginal desastroso y pobre
Pensamiento, historia, política, filosofía y drama vuelven a hermanarse hoy en el Teatro Romano de Mérida en un montaje teatral, «Sócrates. Juicio y muerte de un ciudadano», con dramaturgia y dirección de Mario Gas y protagonizado por José María Pou. «Pocos conocemos a Sócrates, y aquí vamos a acercarnos a él como personaje, en una obra a la altura de los grandes títulos del teatro clásico», explica Pou a LA RAZÓN. ¿Y cómo era? El retrato, que conocemos por Platón, de nuevo, es chocante. El actor lo resume así: «Era un personaje muy singular, que andaba como un desastrado, por las calles, sin un duro. Hoy estaría detenido en un psiquiátrico. Iba hablando en contra del Gobierno por las aceras...».
La asamblea le escuchó y decidió: 281 jueces votaron en contra del pensador; 275 a favor. Según las leyes, él mismo podía escoger su pena entre varias, pero le impusieron la muerte. «Hay una cosa muy honesta que me impresiona –cuenta Pou–: su enorme respeto por la democracia. Se puede decir que él mismo se sacrificó por no perjudicarla. Tuvo la oportunidad de escaparse, de sobornar a los guardianes, pero dijo: ‘‘En absoluto. Supondría que las leyes no sirven para nada’’. Decía: ‘‘Si yo llevo años luchando, acusando a todos esos miembros de las altas esferas que se saltan las leyes, yo no puedo ahora desobedecer las que me han condenado a muerte’’». En lugar de eso, leemos en Platón, prefirió tener la cabeza bien alta: «Hubiera sido para vosotros una gran satisfacción haberme visto lamentar, suspirar, llorar, suplicar y cometer todas las demás bajezas que estás viendo todos los días en los acusados (...) No me arrepiento de no haber cometido esta indignidad, porque quiero más morir después de haberme defendido que vivir por haberme arrastrado ante vosotros», les dijo a los jueces que le habían sido adversos. La cicuta pasó a estar asociada a su nombre.
Pocos pensadores han sido tan influyentes en la cultura occidental como Sócrates a través de Platón. Sin embargo, su figura no ha sido muy reflejada por las artes. Quizá se pueda culpar de este abandono a la dificultad que plantea la filosofía de por sí. Tampoco es que haya muchas obras de teatro sobre Aristóteles, Spinoza, Kant o Wittgenstein. Quizá tenga algo que ver lo esquivo del personaje. Pero algún retrato ha habido. Roberto Rossellini imaginó la Atenas posterior a sus muerte, para luego saltar hacia atrás y narrar su juicio, en su película «Sócrates» (1970). Y Adolfo Marsillach dirigió y protagonizó en 1972 un montaje de idéntico nombre, con dramaturgia de Enrique Llovet inspirado en los «Diálogos» de Platón. Aquélla fue una producción nívea, limpia, según cuentan las crónicas de la época, una propuesta que descansaba en la palabra con una escenografía geométrica resuelta en cubos y diez actores. «Que yo sepa, aunque no es la primera vez que se hace una obra sobre Sócrates, porque está la de Marsillach, sí va a ser la primera que éste va a tener entidad dramática en las piedras de un teatro como el de Mérida», cuenta Pou.
Para construir al personaje, cuenta el actor que existen «referencias incluso de su aspecto físico, que no tenía nada que ver conmigo, a traves de las esculturas. Se burlaban de él en Atenas porque decían que era bajito, gordo y feo, sobre todo muy feo. Lo que Platón y Jenofonte ponen en su boca define al personaje. Tú tienes que tratar de encontrar qué tipo de persona es. Y es el hombre libre, independiente, que casi no se preocupaba ni de su aspecto personal».
Corromper a la juventud
Tres fueron los cargos contra Sócrates. El primero, corromper a la juventud. «Hay que tener cuidado porque no se trata de meterse en la cama con los jóvenes –matiza el actor–, sino de inculcarles ideas nuevas. Les dice: ‘‘No aceptéis porque sí lo que os cuentan vuestros padres, cuestionaros todo...’’». Otro fue no creer en los dioses de la ciudad, no respetar la religión oficial. «Eran tres pretextos. Resultaba un ser incómodo. Preguntaba ‘‘por qué’’ a todo. Hay quien dice que fue el primer juicio y el primer condenado a muerte por la democracia. Una víctima del mal ejercicio de este sistema». El que, defendía el pensador, le había dado todo a Atenas.
En los textos de Platón en los que habla Sócrates la palabra «verdad» se repite. Mario Gas ha trabajado sobre todo a partir del «Critón», el «Fedón»... «Si pudiéramos hacer un análisis, la primera palabra más repetida es ‘‘verdad’’. Él empieza definiéndose como un señor que busca la verdad. Gran parte de su defensa es que le castigan por decirla, porque está denunciando a los corruptos y a los líderes, a los que se burlan de la democracia y la justicia. Él dedica su vida al placer de hurgar en todo aquello que está por aclarar. Esta hablando al espectador constantemente del sentido de la realidad por encima de las riquezas. Estaba hablando a los chavales jovenes». Era un hombre bueno y sabio, y el suyo fue sencillamente un juicio político. Como tal, hoy tiene una lectura que va más allá de las pequeñas miserias de la Atenas del siglo IV a. C. «Está dirigido al espectador de hoy para hacerle reflexionar sobre lo que nos está pasando. Todo lo que digo es su alegato, su defensa, dirigiéndose al tribunal, a los miembros de la asamblea que le juzgaban. Al principio, nos ponía los pelos de punta, porque es un discurso del Parlamento de hoy, del español, el griego o cualquier otro. Un lenguaje muy actual, deliberado, que pretende construir la prosodia de la época». Y deja claro que, «sin ir vestidos de época, el espectáculo tiene esa mezcla de lo antiguo con lo nuevo. Son siete actores dentro de un escenario muy elemental, un inmenso círculo de 11 m de diámetro, durante hora y media, donde está clarísimo que estamos hablando de hoy. Tiene algo de ese teatro brechtiano que todos hemos consumido tanto».
Se trata de una obra concebida, escrita, pergeñada y construida por Mario Gas en colaboración con Alberto Iglesias, actor y dramaturgo, explica Pou. Juntos han montado un texto basado «en lo que hay que basarse»: los escritors de Platón, de Jenofonte y otros autores, con escenas de creación propia. «La obra es una especie de oratorio ‘‘light’’, una celebración de la figura de Sócrates teniendo como elemento central lo que fue el juicio», cuenta su protagonista. Un proceso que a ratos rompe la irrupción de soliloquios que son «flashbacks» para situar al espectador en los hechos. «Es un espectáculo muy interactivo que desde la primerísima frase se dirige e interpela al público, que va a ser parte de esa asamblea, espectador del juicio y al mismo tiempo miembro del tribunal». Es, prosigue el actor, «un montaje lleno de emociones». Junto al rotundo protagonista estarán Carles Canut, Amparo Pamplona –que interpreta a la esposa del filósofo–, Borja Espinosa, Guillem Motos, Pep Molina y Ramon Pujol. Paco Azorín firma la escenografía de este juicio escénico; Txema Orriols, la iluminación; y Antonio Belart, los figurines. Después de Mérida, el montaje irá en septiembre al Teatro Romea de Barcelona. Después girará por varias ciudades antes de pisar, en febrero de 2016, el Teatro Español de Madrid.

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