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Suevos: El falso mito del nacionalismo gallego

La exposición «In tempore sueborum», un ejemplo de rigor histórico que se puede ver en tres espacios de Orense, devuelve a la actualidad el tema de la utilización política de este pueblo, contaminado por el etnicismo supremacista
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La exposición «In tempore sueborum», un ejemplo de rigor histórico que se puede ver en tres espacios de Orense, devuelve a la actualidad el tema de la utilización política de este pueblo, contaminado por el etnicismo supremacista.
Decían los antiguos historiadores romanos que eran un pueblo de temer, la élite de los bárbaros, caracterizados por su gran estatura, su fiereza en combate, sus cabellos de oro o de color zanahoria anudados para aterrorizar al enemigo en una suerte de trenza sobre la frente, el llamado nodus. Así eran los suevos, poderosos guerreros oriundos del norte de Europa, cuya peripecia histórica se sitúa en su comienzos a orillas del Mar Báltico, llamado por Ptolomeo «Mar Suevo», en el actual Bran-demburgo, aunque acaso provenían de más al Oriente aún. Los suevos se configuraron como entidad étnica en aquellos lares y aparecen en la historia por primera vez en las campañas de César, entrando en contacto con los romanos en las riberas del Rin. Fue Tácito uno de los historiadores que describe a este pueblo con cierto detalle, una hueste de nombre parlante de identidad etnónima (seguramente relacionado con la raíz indoeuropea *swe–, que está en el posesivo «suyo»), y con cierta admiración también en el capítulo 38 de su Germania, como uno de los más antiguos y nobles pueblos germánicos.
Abundantes huellas
Su peripecia histórica nos sigue asombrando a día de hoy, con su epopeya desde el Báltico a Galicia y han dejado restos arqueológicos, iconografía y abundantes huellas en la toponimia europea, como se ve en la actual Suabia, región cultural entre los Länder alemanes de Baden-Württemberg y Baviera, pero también han quedado en la actual Galicia, dando fe de la presencia de un reino que, bajo su égida, duró exactamente 177 años. A ellos se dedica ahora la magnífica exposición «In tempore sueborum», patrocinada por la Diputación de Ourense y bajo el comisariado del profesor Jorge López Quiroga (UAM), con piezas excepcionales de 13 museos europeos y un catálogo que reúne textos de diversos especialistas. Todo un ejemplo de excelente tratamiento histórico de esta cuestión que puede verse estos días en el palacio de la diputación orensana.
Todo comenzó cuando en diciembre de 406 un contingente de unos veinte mil suevos, acompañados por huestes de vándalos y alanos, cruzó el helado Rin en las cercanías de la actual Maguncia y se dirigió hacia el oeste, asolando las Galias y después las Hispanias en una invasión cruenta que trastocó para siempre el destino del Imperio de Occidente. En el reparto que se hizo entre los pueblos de esa expedición a los suevos les cayó en suerte la provincia de Gallaecia y establecieron en Braga su capital primera, aunque también tuvieron residencia en la actual Coruña. Glosaron su presencia en la Península Ibérica cronistas como Isidoro de Sevilla, algo posterior a ella, en su Historia Sueborum, y los eclesiásticos que fueron testigos de los acontecimientos que relatan: Hidacio, nacido en Lemica, no lejos de la vieja Civitas Auriensis, y que llego a ostentar la sede episcopal de Aquae Flaviae (Chaves, Portugal), y Orosio, natural de Bracara Augusta. Ellos refieren cómo este pueblo se había enseñoreado de la esquina noroccidental de la Península Ibérica y cómo mantuvo durante largo tiempo la supremacía en aquellos pagos. Hidacio, por ejemplo, encabezó una delegación al representante del Imperio, Flavio Aecio, que intentaba salvaguardar el poder de Roma aprovechando los conflictos entre bárbaros invasores, para quejarse de la opresión de los suevos en Gallaecia. Roma, enormemente debilitada, no pudo hacer nada por ellos y fue Hidacio quien tuvo que hacer de mediador entre la nueva elite dominante sueva y los Hispanorromanos
Desde esa corte rigieron los suevos, desde el primer rey atestiguado, Hermerico, y trataron de mantener su hegemonía sobre el noroeste de la Península Ibérica en pugna sobre todo con vándalos y visigodos. El segundo rey suevo, Reiquila, llegó a conquistar de los vándalos una parte importante de la Bética, con las ciudades de Emérita e incluso Híspalis, que tomó en el año 440. Este monarca representó la máxima expansión sueva, que se extendió por todas las provincias salvo la tarraconense, aun en manos imperiales. Como resultado de esta situación intervinieron los visigodos contra el tercer rey atestiguado, Requiario, y derrotaron a los suevos en la batalla del río Órbigo (456), ejecutando a su rey e imponiendo a Agiulfo como nuevo monarca, lo que provocó una guerra civil entre los suevos. A partir de entonces comienza una edad oscura del reino suevo, con la injerencia continua de los visigodos, que tendrá una breve recuperación bajo Remismundo, que se convierte al arrianismo, y se consolida a mediados del siglo VI, cuando se da un cierto reflorecimiento político y cultural, con el primer rey católico, Teodomiro (559-570), los concilios de Braga o la figura clave de San Martín Dumiense o de Braga, el llamado «apóstol de los suevos», con una obra literaria de primer orden.
Escasez de las fuentes
Pero la ruina del reino suevo no tardaría en llegar, como refiere por ejemplo Isidoro de Sevilla, y sería manos de los visigodos, pues en 575 su rey Leovigildo invade los montes de Ourense e inicia una larga guerra contra los suevos, trufado de cuestiones sucesorias y de conflictos religiosos –los visigodos eran aún arrianos– y cambios de equilibrios de poder en la zona, que concluye con la anexión del reino suevo al visigodo diez años después.
La peripecia de los suevos es apasionante históricamente, aunque su estudio es problemático por la escasez y la oscuridad de las fuentes, tanto literarias como arqueológicas. Se puede seguir, empero, su recorrido en diversas reliquias excepcionales, como el caldero de Musov, decorado con bustos de guerreros, de la república Checa, el del Museo polaco Leborku o el fantástico cráneo de Osterby. Pero los suevos han devenido también uno de esos mitos de la historia que suscitan curiosidad, fascinación y exageración a partes iguales, más allá de lo que científicamente se puede saber de ellos en la investigación histórica, arqueológica o filológica. A ese respecto, es curiosa, en lo moderno, la fijación del nacionalismo gallego por localizar en este pueblo germano algunas de las características idiosincráticas de una pretendida Galicia independiente y ancestral. Por ejemplo, para reivindicar la consideración de la «nación» gallega en el proyecto de nuevo estatuto de autonomía para Galicia que elaboró el BNG en 2005 se decía curiosamente, en el preámbulo, que «la llegada de los suevos consolidó el marco político de un Reino de Galicia», algo muy dudoso en un reino tan remoto y de tan breve trayectoria comprobable (unos 60 años) y más bien fruto de su mitologización a partir del llamado Rexurdimento de la cultura gallega, en el XIX.
Entonces se fraguaron ideas sobre un origen diferente de los gallegos, haciendo énfasis en los elementos étnicos celtas o suevos que los distinguirían del resto de la población de España, especialmente contraponiendo una supuesta raza pura gallega a una raza mestiza castellana, con elementos semíticos y gitanos, como estudia Salas Díaz. Un poeta como Pondal, autor de la hermosa letra del himno gallego, habla de la raza sueva como origen de la gallega y rechaza a los castellanos que serían «de los cíngaros, / de los rudos iberos, / de los vagos gitanos, / de la gente del infierno; / de los godos, de los moros». Y Manuel Murguía, marido de Rosalía de Castro, sitúa en ese pueblo germánico también los orígenes del gallego, «ligado estrechamente a la grande y nobilísima familia ariana» y caracterizado por «no haberse contaminado con la sangre semita».
Otros escritores de los comienzos en nacionalismo gallego, como Brañas o Valladares, citan a los suevos e, incluso en el siglo XX, Castelao insistirá en la diferencia, rechazando con citas diversas la presencia en Galicia de una cultura «mestiza» o «impura»: «Si la raza fuese, en efecto, la determinante del carácter homogéneo de un pueblo, sin que por así creerlo incurriésemos en pecado, bien podría Galicia enfrentar su pureza con el mestizaje del resto de España, atribuyéndole a la sangre árabe la indisciplina, la intolerancia y la intransigencia con que los españoles se adornan». Lástima que este pueblo tan fascinante se haya visto también contaminado por el etnicismo supremacista que indefectiblemente subyace tras todo nacionalismo. En el tratamiento del tema que muestra la citada exposición puede verse todo un ejemplo de rigor histórico ajeno a cualquier motivación política. En los textos clave del nacionalismo se abunda en un uso torticero y manipulador de la historia, para manipular a los pueblos. Es el contraste entre historia y mito.

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