Azorín: Por la mancha no pasa el tiempo
Eduardo Vasco y Arturo Querejeta levantan en La Abadía los quince relatos periodísticos con los que el escritor de la Generación del 98 buscó al hidalgo de lanza en astillero a principios del siglo XX en «La ruta de Don Quijote»
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Eduardo Vasco y Arturo Querejeta levantan en La Abadía los quince relatos periodísticos con los que el escritor de la Generación del 98 buscó al hidalgo de lanza en astillero a principios del siglo XX en «La ruta de Don Quijote».
Decía José Augusto Trinidad Martínez Ruiz «Azorín» (1873-1967) que La Mancha de 1905 poco, «o muy poco», tenía de diferente a la de tres siglos antes, cuando se había escrito «El Quijote». Los pueblos, de alguna manera, continúan en esa especie de reposo secular, de vetustez, escribía. La misma paz, la misma resignación. Una especie de calma idónea para hacer brotar un ambiente exasperante y de locura que forje una figura como la que desarrolló Cervantes en aquel libro. Entonces eran los inicios del XX, pero para comprobar la actualidad hoy de dichas palabras, Noviembre Teatro se acercó a la «zona cero» más de cien años después. «Teníamos que hacerlo», apuntan. Argamasilla de Alba, Puerto Lápice, las Lagunas de Ruidera, la cueva de Montesinos, Campo de Criptana, El Toboso y Alcázar de San Juan se convirtieron en la ruta de Eduardo Vasco –director–, Carolina González –escenógrafa– y Arturo Querejeta –actor–. «Fue toda una experiencia en la que nos dimos cuenta de que es la misma Mancha que relata Azorín. Parece que los siglos no han pasado del XVII al XX, ni de entonces hasta ahora. Te das cuenta de que existe una especie de resignación, abandono, soledad... Parece que se han instalado en el tiempo», recuerda Querejeta del viaje.
Él será el responsable de dar vida a Azorín en «La ruta de Don Quijote», con la que ocupará el Teatro de la Abadía del 28 de septiembre al 15 de octubre. Una versión teatral que «nos permite mirar, desde una perspectiva actual, las impresiones del joven periodista de una España, la de 1905, que pese a la distancia nos parece cercana. Con toda su melancolía de viaje imposible, persigue una figura literaria, ya fugaz, y busca las huellas y los orígenes del libro más español de todos los tiempos», apunta el director. Quince cuadros, encargados por el diario madrileño «El Imparcial», en los que el autor describió La Mancha y que ahora se recuperan pese a las reticencias iniciales del intérprete: «Cuando Vasco me presentó el proyecto me gustó, pero... Las crónicas periodísticas me parecían preciosas, aunque dramáticamente no veía cómo hincarles el diente», dice. La idea ya estaba en la cabeza del director y «tiró hacia delante» para reivindicar una literatura casi perdida. «Azorín es el gran olvidado del 98», completa antes de poner sobre la mesa «la grandeza» del autor: «Es un gusto disfrutar de un texto tan preciosista y, a la vez, tan prolijo y específico –ensalza Querejeta–. Cambió la forma de escribir con un castellano muy sonoro, con unas construcciones gramaticales que definen muy bien el ambiente que quería mostrar y una capacidad de descripción fuera de lo normal».
Desde el cuarto de una pensión, Azorín comienza un relato que le lleva por la ruta de Don Quijote tratando de encontrar, a través de su propia descripción y de los lugares y las gentes que encuentra, si algo quedó de las andanzas del caballero. «Con su maleta, dos libros, un lápiz, notas y papel –continúa Vasco–, el escritor sigue, primero en tren, y después montado en un carro que guía un confitero de Alcázar de San Juan, los pasos del personaje literario más importante de nuestra literatura. La esencia de Miguel de Cervantes y de su obra aparecen sorprendentemente reflejadas en los más pequeños detalles, en aquellos rincones donde la literatura que se suele escribir por encargo no consigue encontrar nada», termina. Para Querejeta, es la nueva visión que le dio Azorín al Quijote lo que nos queda hoy de los quince relatos: «Decía que esa exasperación loca y baldía es lo que denunciaba Cervantes y no el amor al ideal o a la ilusión. No la vela ensoñadora, sino lo que no se pone de acuerdo con la realidad del día a día. Sin embargo, habla de ese amor al ideal como algo ‘‘imprescindible para las grandes y generosas empresas humanas sin las cuales los pueblos y los individuos van a la decadencia”. Critica lo irreflexivo de Don Quijote y apela a la figura de Don Alonso Quijano el Bueno, el que recobra la cordura al final y puede ser valioso para la sociedad», completa el actor.
Sabores castizos
Desde la primera persona del singular, Azorín traslada al lector a los paisajes ante los que se detuvo hace 312 años. El consumidor de sus textos –ahora de la obra de Vasco– se convierte en el protagonista de un viaje en el que va oliendo los campos, entra en cada una de las casas y posadas, saborea las comidas, los ambientes y las atmósferas que se enumeran como si «de un mecanismo de relojería se tratase», explica el actor. «Es una cajita de música de la que van saliendo sonidos, tierras, poder, personajes castizos inconfundibles, pueblos enteros... Todo ello es el bagaje que debemos recuperar», completa. Fueron esas cualidades las que llevaron a Mario Vargas Llosa a dedicarle su discurso de ingreso en la RAE, «Las discretas ficciones de Azorín» (1996): «Aunque hubiera sido el único que escribió, él solo bastaría para hacer de Azorín uno de los más elegantes artesanos de nuestra lengua y el creador de un género en el que se alían la fantasía y la observación, la crónica de viaje y la crítica literaria, el diario íntimo y el reportaje periodístico, para producir, condensada como la luz en una piedra preciosa, una obra de consumada orfebrería artística», subrayó.