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«El último rinoceronte blanco»: Una de postureo

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Autoría: José Manuel Mora. Dirección: Carlota Ferrer. Intérpretes: Cristobal Suárez, Verónica Forqué, Julia de Castro, Carlos Beluga, Lucía Juárez, Alejandro Fuertes Marciel, Mateo Martínez y Emilia Lazo. Teatros del Canal. Hasta el 12 de mayo de 2019.
La directora Carlota Ferrer y el dramaturgo José Manuel Mora vuelven a coincidir en este trabajo que arranca con un prólogo brillante y prometedor y que se desmorona acto seguido sin recuperación posible. Después de mucho tiempo ensimismado en la preparación de un ensayo sobre la responsabilidad humana, un hombre regresa a su casa, donde le esperan su mujer y su hermana, para ejercer como verdadero padre de su hijo minusválido, al que ha tenido bastante desatendido. Sorprendentemente, el niño, que se ha convertido gracias a internet en un auténtico erudito de talante nihilista, no está por la labor de devolver a su padre el rol que quiere desempeñar junto a él. Hasta ahí todo perfecto. Poco después sale Verónica Forqué, interpretando un personaje que nadie sabrá quién es si cuenta solo con la información que se proporciona en la función –que es como debe entenderse siempre cualquier personaje en cualquier función–, y se marca un dilatado monólogo presuntamente ingenioso que es en realidad tan estéril como todo lo que irá viniendo después. La disertación se solapa con las conversaciones de otros personajes y con algunos movimientos coreografiados que dan lugar a un batiburrillo escénico de mucho cuidado. Eso sí, como el discurso se intuye fatuo, impostado y poco inteligible desde el principio
–con sentenciosas y efectistas frases del tipo: «Todo es bueno; la muerte es un acto de amor»–, un personaje se encarga de reconocer abiertamente desde el escenario que el espectador medio no va a entender nada, a modo de tramposa justificación de todas las peroratas que irán llegando luego. Ya bien avanzada la función, en la que la directora ha tratado de mostrarse una y otra vez de manera pretendidamente original en cada palabra, en cada gesto, en cada prenda del vestuario, en cada baile, en cada nota musical y en cada elemento escenográfico, el hijo se muere ahogado. Sobre este suceso, uno de los pocos que el público realmente comprende, uno lo primero que piensa es que el niño seguramente se ha suicidado, incapaz de aguantar la absurdidad de los personajes que conforman su familia. No obstante, parece ser que la muerte ha sido accidental, y además muy desagradable. Al menos, teatralmente sirve para que sus progenitores dejen vislumbrar un conato de tensión dramática en el diálogo que entablan sobre el terrible hecho. Pero es solo un espejismo: «Tu orgasmo fue la sentencia de muerte de nuestro hijo», dice él; y ella le responde: «Tú también te corriste, hijo de puta». En fin... Así todo.
LO MEJOR
Dado lo que tiene que aguantar, lo único que se comprende en la función es el nihilismo del niño
LO PEOR
La obra es tan pretenciosa y tan esnob que llega a provocar sonrojo en no pocas ocasiones

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