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«Entremeses», pequeño gran reestreno

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José Luis Gómez reúne a parte del reparto del segundo montaje de La Abadía, un tríptico cervantino.
El entremés, pieza teatral breve y cómica, se consumía en los Siglos de Oro entre representación y representación y llegó a ser un género teatral en sí mismo, demandado y abundante pero tradicionalmente considerado menor. Hasta que en la ecuación entra la palabra Cervantes. Los que el autor del «Quijote» firmó están entre los textos clásicos estudiados hasta en la escuela: casadas adúlteras que buscan cómo burlar a sus maridos celosos, rufianes que engañan a quien pone su orgullo por encima de su inteligencia, ganapanes, jueces, soldados ociosos, bachilleres, prostitutas y buscavidas viudos configuran un retrato social cómico y pícaro, sin duda muy valioso, de aquella España en pleno ocaso que aún creía que en su imperio no se ponía el sol. Cuando el Teatro de La Abadía arrancó su andadura, en 1994, eligió el «Retablo de la avaricia, la lujuria y la muerte» como carta de presentación, pero acto seguido vinieron estos «Entremeses», en 1995, un tríptico que dirigió José Luis Gómez formado por tres de estas piezas: «La cueva de Salamanca», «El viejo celoso» y «El retablo de las maravillas». El teatro madrileño que sigue dirigiendo el actor ovetense, cumple este 2014 20 años, y lo celebra recuperando aquel aplaudido montaje en una versión que respeta casi todo de la anterior, desde las músicas a los textos, aunque ha habido variaciones en el vestuario y, lógicamente, en el reparto.
Commedia dell’arte y campo
Han pasado dos décadas y se asoman a escena algunos de los que entonces estuvieron en la primera producción: Elisabet Gelabert, Miguel Cubero, Inma Nieto y José Luis Torrijo. Junto a ellos estarán Julio Cortázar, Javier Lara, Luis Moreno, Palmira Ferrer, Eduardo Aguirre de Cárcer y Diana Bernedo. Casi todos, además, pasaron por las «promociones» iniciales de actores de La Abadía. Cuenta Gómez que, tras el éxito del «Retablo» de Valle-Inclán, «el equipo de actores llevaba ya unos meses de entrenamiento y preparación general. Eran jóvenes, con ninguna, o muy escasa experiencia escénica. Dispuse una inmersión intensa en la prosodia cervantinade la mano del inolvidable Agustín García Calvo». Se trataba de «servir al texto con musicalidad», para lo cual Gómez imaginó que, dado que Cervantes había pasado una época en Italia, exiliado al servicio del cardenal Acquaviva, y por aquel entonces las plazas bullían con teatro sujeto a los cánones de la commedia dell’arte, en su espíritu debía estar la influencia de esta escuela. Puso a los actores a ensayar con estas técnicas para luego pedirles que hicieran borrón y cuenta nueva. «Les rogué que olvidaran cualquier rastro del muy connotado juego italiano. Que conservaran sólo la esencia y los impulsos de juego». Lo siguiente fue «bucear en los recuerdos del pueblo». Su viaje sería a la España rural pues «todos tenemos campesinos detrás». Y ahí dio con la otra clave que le preocupaba: cómo lograr darle unidad a un montaje compuesto por tres piezas independientes. «Creí encontrar la solución al reposar, tras una larga caminata, bajo una encina imponente en medio del campo castellano. Los habitantes de un pueblo representarían nuestros ‘‘Entremeses’’, a modo de fiesta, en torno al gran árbol», recuerda. Y así se hizo, con apenas unas sillas, entre canciones, refranes y tonadas de la tradición popular.
Gómez advierte que los entremeses no son «piezas menores». Y estos, en concreto, «son un gran alegato de Cervantes a favor de la tolerancia y la convivencia, cuando se mofa de la limpieza de sangre impuesta a horca, hoguera y cuchillo». Habla, en concreto, de «El retablo de las maravillas», tan similar en temática a «El traje nuevo del emperador», pero con la prosa redonda y cáustica del gran escritor. En él, dos rufianes, Chanfalla y la Chirinos, harán creer a las fuerzas vivas de un pueblo que una tela blanca que pasean es un retablo mágico en el que se ven las cosas más asombrosas. Pero, para disfrutarlas, hay que ser castellano viejo, limpio de sangre judía. Toda una chanza de altura para un «marrano» –Cervantes, como tantos ilustres, recuerda Gómez, procedía de familia conversa– que estaba muy por encima de todo eso. «Los nuestros escribieron bajo el terror», recuerda el director. «Pese a ello, Cervantes es capaz de escribir sin acritud, con buen ser, reivindicando una y otra vez el talante, lo mejor del ser humano». Este retablo, asegura, «es un espectáculo que nos hace tolerantes». Y también «una fiesta de reencuentro con Cervantes, con la lengua y con la vida». Y es que, recuerda en palabras de Azaña el académico, «somos criaturas cervantinas».
Gómez explica sobre los retoques de la nueva versión: «He podido simplificar el espacio, que se ha hecho más sencillo; las canciones son aún una fiesta, pero se ha cuidado en mayor medida el lenguaje. Yo sé un poco más que antes, y mis compañeros también. Son unos ‘‘Entremeses’’ redivivos, no una mera copia». Y aclara: «La gran pesquisa ya estaba hecha. Ahora eso se habita de otra forma gracias a que los actores han vivido su profesión de manera muy responsable: no han parado de crecer». Y añade: «Estamos en condiciones de habitar mucho más ese código que no es la commedia dell’arte ni la farsa, sino otro lenguaje escénico»
Para ellos ha sido «un regalo del tiempo, un encuentro maravilloso», como explica Nieto. Y eso que Gómez sigue siendo un director exigente. «Curran como locos, sudan muchísimo. A veces los envidio y otras los compadezco», reconoce el director, que hace ya tiempo que dosifica sus trabajos como actor. Su espinita clavada: interpretar «El rey se muere». «Pero hay que mirar adelante», deja claro cuando se le pregunta por otras futuras recuperaciones de sus montajes históricos. «Esto ha sido porque era un reencuentro con algo luminoso, algo que le teníamos que dar al público en estos tiempos que no lo son tanto».