Secretos, mentiras y medias verdades
Borja Ortiz de Gondra salta de la dirección al escenario para completar los vacíos sin resolver de la historia de su familia
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Borja Ortiz de Gondra no daba con el secreto de su familia. Las actitudes que veía no tenían explicación o, al menos, dejaban entrever que había alguna otra razón detrás de todo. Por eso se dedicó a rebuscar, a abrir puertas y lo que hiciera falta para dar con el inicio de todo: los orígenes de su familia. Cada misterio resuelto se topaba con otro mayor y ya enquistado generaciones atrás. Unas veces daba con él, otras debía aprender a convivir con el vacío... ¿Por qué sus abuelos escondían una cesta de pelotari rota en un armario traído de Cuba en el siglo XIX? ¿Qué ocultaba la carta recibida en 1985 de la que nadie quería hablar? ¿Qué pasó en la romería de 1940 para que algunas de las fotos del álbum ya no estuvieran en su sitio? ¿Cuál fue la verdad de lo que ocurrió entre dos hermanos la noche del 30 de abril de 1874 en el caserío familiar?... Preguntas que se le fueron cruzando en el camino a un Ortiz de Gondra que no siempre quedaba contento con el resultado, muchas veces inexistente.
Ante el páramo de conclusiones, no se lo pensó y se metió en lo que él mismo denomina una «autoficción», una mezcla de la realidad vivida y un pasado que pudo ser: «Historia que toma como punto de partida los datos biográficos del narrador y los entreteje con datos imaginados», define a modo de DRAE. De esta forma es como nace el relato de su familia –o una muy cercana creada por Marcial Álvarez, María Hervás, Juan Pastor...–, «Los Gondra (una historia vasca)», donde él mismo salta de la autoría a las tablas para interpretarse a sí mismo: «Ésa es una de las bazas interesantes de la función, el que se me vea tratando de escribir un libreto en el que se me escapan ciertas cosas. No entiendo los comportamientos y voy averiguando que todo viene de una cosa que pasó en los 80. Pero luego viene lo de que en cuanto resuelvo un enigma surge otro. Está lleno de secretos, de mentiras y medias verdades que nunca se destapan... Hasta que se termina comprendiendo que cada vez que se aclara un misterio resulta que todo viene de un pasado en el que no se resolvió otro punto diferente. Entonces, tengo que ir a la generación anterior para ver qué pasó...».
Lo hace desde la primera persona, con él sobre la escena, por mucho que no lo tuviera previsto: «Mi personaje soy yo 100%. Ni soy actor ni pretendo actuar porque sería absurdo que interpretara a un personaje. Por eso el director –Josep Maria Mestres– me ha pedido que simplemente salga a escena y cuente una serie de cosas que no dejan de ser mías. Obviamente, está todo ensayado, pero lo que hago es tratar de ser sincero siendo yo...». En lo que Mestres justifica como «una presencia indispensable si tenemos en cuenta este juego de realidad-ficción en el que se pasa de un cosa a otra».
Un viaje de cajas chinas que le conducirán al lugar del que viene todo –la semilla de los Gondra– y alejándose de ser un diario íntimo. Realidad y ficción se entrelazan en enigmas y circunstancias reales que Borja Ortiz de Gondra ha tenido que completar para dar forma a esos huecos en blanco. «Secretos que en algunas ocasiones he descubierto, y en otras no, por lo que he tenido que inventarlos. El espectador entiende que estoy tratando de escribir una historia que tengo que completar. Se juega con ver qué es cierto y qué no de todo lo que estoy contando», comenta el autor. El Borja dramaturgo ha tenido que imaginar cuáles eran esas cosas que su álter ego de carne y hueso que no ha conseguido descubrir en vida y, a partir de ahí, terminar la pieza como bien pudo ser. «Nace de la necesidad de Borja de entender quién es en relación con su pueblo y su propia familia –apunta Josep Maria Mestres–. A partir de ahí podemos mirarnos nosotros y ver qué podrían ser nuestras propias vivencias y recapacitar sobre si podemos ponernos en la posición del otro y perdonar de alguna manera».
Una trama dispuesta en cuatro épocas –de 1874 hasta hoy–, empapadas en la tradición vasca más arraigada –danzas y canciones incluidas–, en la que el rencor y la culpa limitarán el sendero del olvido. Habla del ambiente de violencia y de odios y de todas las guerras por las que ha pasado el País Vasco que han terminado reflejándose en una familia que siempre está descompuesta. Generación a generación, los partidarios de unas ideas y otras chocan dentro del microcosmos familiar. Con la violencia muy presente en los Gondra de la pieza, en cualquiera de las épocas, el autor ha querido lanzar una pregunta: «¿Ha llegado el momento de mirarnos a los ojos, pedirnos perdón y pasar página para vivir en paz?», comenta.
Cada episodio –hoy, década de los 80, posguerra y finales del siglo XIX– cuenta con una pareja de hermanos enfrentados por sus contrarias posturas vitales y políticas y donde uno de ellos siempre trata de expulsar al otro. Ciclo que se repite cada equis tiempo y en el que nadie se disculpa por lo que ha hecho, quedando en el aire el perdón y el pasar página. «El sentido del humor, lo triste y lo terrible forman parte de lo mismo, y todo ello se encuentra en un texto que pone la lupa en una historia muy íntima en la que todos podamos identificarnos en cualquier punto para convertirla en universal», apunta el director.