Tras la memoria esquiva de Albert Camus
Javier Reverte rastrea en «El hombre de las dos patrias» las huellas del escritor en Argelia, un viaje que rezuma la pasión por su obra.
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Javier Reverte rastrea en «El hombre de las dos patrias» las huellas del escritor en Argelia, un viaje que rezuma la pasión por su obra.
La pasión por la literatura es también geográfica. Esos mapas imaginarios están plagados, en lugar de ríos y montañas, de escenarios de ficción, personajes de novela y, sobre todo, de palabras. Es esa geografía literaria la que seduce a Javier Reverte para hacer la maleta y recorrer los lugares donde se fraguaron los libros que ama. Y detrás de la obra de Albert Camus parte esta vez rumbo a Argelia nuestro escritor de viajes más reconocido para intentar saciar, como él mismo reconoce, su pasión por la literatura. En «El hombre de las dos patrias» (Ediciones B), Reverte olfatea una memoria, la de Camus, que, a menudo, se le deshace entre las manos. Y lo hace en un ferry «repleto de emigrantes» en el que él es, ni buscado a propósito, el único occidental a bordo, «el extranjero».
El autor comienza su homenaje a Camus, «uno de los escritores del siglo XX que más me emocionaron», sorteando prejuicios, los de quienes, en esta orilla del Mediterráneo, se sorprenden de que se suba a bordo del «ferry de los moros» para cruzar el estrecho. Al otro lado –los seres humanos nos parecemos, en cualquier rincón del mundo, más de lo que estamos dispuestos a admitir– también se topa con prejuicios, éstos de los propios argelinos respecto al premio Nobel. «No es uno de los nuestros», escucha más de una vez respecto a Camus, argelino de nacimiento aunque, como bien dice Reverte, «nació entre dos patrias».
Una de ellas parece haberle olvidado (en el Liceo de Argel donde estudió ni siquiera hay una placa que recuerde a su ilustre alumno, pese a que, como se encarga de recordar a su director el autor, pocos colegios pueden presumir de haber educado a un premio Nobel). Quizá ese olvido de sus compatriotas sea, no obstante, en defensa propia, incapaces de olvidar que se refería a ellos en su obra como «los árabes». «No se lo perdonaron», dice Reverte.
Pero es precisamente en esa adversidad de la desmemoria en la que Reverte persevera para seguir sus huellas, aunque sea en una playa, la de Bouiseville en Orán, convertida «en un basurero nauseabundo». Es lo que tiene perseguir mitos literarios, que a veces se desvanecen nada más pisarlos. «Yo he tratado de encontrar a Camus y su espíritu y a lo mejor eso me ha diluido –reconoce el autor–. Le admiro tanto...».
La luz de Argel
«Hay en los hombres más cosas dignas de admiración que de desprecio», escribió Camus en su universal «La Peste». Y Reverte admira sobre todo en el autor francés su integridad moral, una suerte de «ética laica». «Vivimos en una sociedad –aseguró ayer el autor de «El hombre de las dos patrias»– donde mucha gente dice lo que cree que debe decir. Camus, sin embargo, decía lo que pensaba, aunque fuera contracorriente». Esa libertad, entonces y ahora, tiene un precio. Y se paga con la soledad. «Era un hombre lleno de coraje moral. Nunca fue políticamente correcto, sino políticamente valiente».
En su itinerario literario, a Reverte le deslumbra Argel, su carácter irreductible, su evidente decadencia de gran dama aristócrata venida a menos. «Transmite, junto a su enorme belleza y su luz cegadora, una sensación de fuerza, de vigor íntimo. Es casi una sensación poética», dice Reverte. «No hay una ciudad tan bella en el Mediterráneo». Y semejante afirmación, en alguien que ha viajado tanto, no es cualquier elogio.
Una luz que se percibe incluso en lugares tan desaconsejables para el sentido común –principal enemigo de ese sentido propio que reivindicaba Unamuno– como la Casbah de Argel.
Ese sol invencible que describió Camus despidió a Reverte en Argel. Atrás quedaba la memoria esquiva del autor de «El extranjero». Por delante, un libro, éste, que huele a literatura y a libertad, la libertad de la soledad.
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