Un «llenapistas»a ritmo de copla
Se inventó a sí mismo a base de pisar el escenario de las variedades. Renovó el género y lo hizo inmensamente popular en los sesenta: la canción española reinaba en los guateques, el turismo despegaba y sus temas contagiaban optimismo
Fue un figura dentro y fuera del escenario. Con su traje bien planchado y la silueta recortada de medio escorzo remataba la faena con un sombrero cordobés con el que marcaba el ritmo de la copla. Manolo Escobar fue un cantante elegante, modelo estatua. Él dominaba el escenario desde el proscenio. Paseando con parsimonia por las candilejas, mirando a los ojos a su público, que, arrobado por su voz, sin artificios ni sofisticados quiebros vocales, lo adoraba. En sus comienzos, cuando actuaba en los tablaos flamencos, acompañado de un combo formado por sus tres hermanos guitarristas, su arte era cantar con una alegría que contagiaba al público. Ese público que seguía añorando la España andaluza de la copla y el pasodoble de los años 30 y su épica recuperación durante el franquismo. No hubo renovación de la copla hasta que apareció él en los tablados de la Costa Brava. Aunque seguían los mitos hegemónicos, Juanita Reyna, Lola Flores y Paquita Rico, que vivieron los últimos momentos de gloria en los crepusculares años 60, los cambios se anunciaban ya con la rumba de Antonio González, «El Pescaílla», y Peret, y el aire chispeante y desenfadado de las coplas modernizadas de Manolo Escobar. Todo estaba dentro de la tradición de la canción española, pero ninguno de ellos cultivó la copla dramática y desgarrada de Quintero, León y Quiroga, sino la alegría de un tiempo nuevo que el desarrollismo traía con el turismo –¡ese gran invento!–, la industrialización y la influencia de la música pop.
Sin artificios
Se inventó a sí mismo y se creó sin artificios, a base de pisar el escenario de las variedades. Triunfó por su tesón y talento para cantar temas tan populares que incluso sus detractores los tarareaban en noches de turbio satén. No hubo una canción más popular, desde su grabación en 1960, que «El porompompero». El modelo de canción castigo que se pega como un chicle y persigue como una maldición gitana. Luego vendría el éxito mundial de «Y viva España», que aún hoy se sigue cantando como el himno nacional bis.
Hay que situarse en 1960 para entender el por qué del éxito de Manolo Escobar. La invasión turística iba en aumento, pero los íberos sólo veían suecas, inglesas y francesas con sus bikinis a topos amarillos. Por la noche, rojas como cigalas, las llevan al tablao flamenco como un rito de paso. Allí, el taconeo de los gitanos las hacían enloquecer con la promesa de un romance con fondo de tragedia de Bizet. Eso cambió con Manolo Escobar. Con él llegó a las discotecas la fiesta, la jarana y oleole. Era iniciar las palmas de «Yo soy un hombre del campo, no entiendo ni sé de letras» y la pista se llenaba de guiris taconeando y moviendo las manos como si tocaran unas «castañetas» invisibles.
Manolo Escobar introdujo la canción española desenfadada en los guateques juveniles. Al lado de los dramas juveniles del Dúo Dinámico, Manolo Escobar ponía la alegría en el salón, donde los chicos jugaban a bailar por sevillanas después de un reglamentado Madison. Lo mismo ocurría en las fiestas de los pueblos y las verbenas populares. Las orquestinas reservaban el pasodoble de Manolo Escobar para el momento álgido de la noche. Sonaban los primeros compases y la plaza se llenaba de parejas bailando inmersos en una creciente nube de polvo. Después, exhaustas, enloquecían cuando el solista entonaba «Mi carro me lo robaron estando de romería».
Sin duda, la España rural pervivía en sus canciones, al mismo tiempo que se abría paso la modernidad con sus minifaldas y costumbres licenciosas que traían los extranjeros a las playas españolas.
La contradicción que supone la pervivencia de la tradición declinante, inserta en el proceso galopante de modernización de la sociedad española, se aprecia mejor en sus películas, algunas de ellas todavía las más taquilleras del cine español.
El cantante igual hacía de guerrillero que enamoraba a una jovencísima Rocío Jurado (en la película en que precisamente debutaron ambos), como se encarnaba en un cantante que repartía besos en el puerto a cambio de dejarse el alma prendida en ellos. Nadie hizo tanto por el turismo femenino y la bullanga playera del chiringuito que él, que se casó con una turista alemana, de nombre Anita Marx, que conoció en Playa de Aro en 1959.Las canciones de Manolo Escobar contagian optimismo y alegría de vivir, como las de Peret y Fórmula V. En «Juicio de faldas» consiguió el éxito con una sevillana que criticaba la minifalda de su novia, que llevaba la chica ye-yé Conchita Velasco. Los progres, que odiaban por igual sus canciones y sus películas, encontraron en «La minifalda» el motivo para burlarse y tildar de reaccionario al cantante.
«No me gusta que a los toros te pongas la minifarda» era más una cuestión de celos que de imposición patriarcal, amén de una cancioncilla trivial. El cambio de usos y costumbres era un hecho irreversible, como después se vio, y tan tonto era cantarle al viejo carro que desaparecía con el progreso como los pretenciosos tópicos de Aute: «Estas son las cosas que me hacen olvidar este mundo absurdo que no sabe a dónde va». Manolo Escobar sí sabía donde ir. A vencer la miseria con alegría y mucho arte: el arte de hacer feliz a la gente.