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La caída de Varsovia ante Hitler: 35.000 cadáveres entre los escombros

El 24 de septiembre de 1939 la fuerza aérea alemana arrojó sobre Varsovia 1.500.000 toneladas de explosivos. Al día siguiente bombardeó las pocas estructuras que quedaban en pie.
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  • David Solar

    David Solar

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El 24 de septiembre de 1939 la fuerza aérea alemana arrojó sobre Varsovia 1.500.000 toneladas de explosivos. Al día siguiente bombardeó las pocas estructuras que quedaban en pie.
El 12 de septiembre de 1939, mientras rugía la batalla del río Bzura, la mayor de todas las campañas de Polonia, en la que se enfrentaron unos 300.000 polacos a unos 400.000 alemanes, Varsovia quedó cercada. Pero las líneas germanas aún no estaban bien soldadas y por aquellas brechas las fuerzas polacas en retirada corrieron a defender su capital. Eran los días más críticos de la invasión nazi y mientras los polacos aún combatían desesperadamente, sus aliados, los franceses, convencidos de que Polonia estaba perdida, optaron por abandonarla: el 13 de septiembre suspendieron su tímida ofensiva de seis días en el Sarre, en los que sufrieron 77 bajas, lo que da cabal idea del esfuerzo que hicieron para saldar su compromiso de auxiliar a los polacos. La opinión pública internacional no entendía nada: William Shirer, el gran periodista norteamericano, comentaba en la CBS: «Estamos desconcertados por la pasividad de Gran Bretaña y Francia (...) Es obvio que están exagerando sus acciones en el frente occidental. Los alemanes mantienen que hasta el momento no ha habido allí más que escaramuzas». Varsovia quedó totalmente cercada el 16 de septiembre, pero ni esto, ni los continuos reveses, ni el abandono de sus aliados, desanimaron a los defensores, unos 200.000, que se prepararon para resistir hasta su último aliento. Tampoco doblegó su voluntad que el día 17, Stalin, con el pretexto de que en Polonia ya no existía un Gobierno que pudiera proteger a los súbditos soviéticos, invadió el este del país hasta donde establecía la cláusula secreta del Tratado Ribbentrop-Molotov del 23 de agosto anterior. A aquel inesperado y artero desastre le sucedió la previsible derrota a orillas del Bzura, donde los polacos habían metido en graves aprietos a la Wehrmacht, que pudo conjurarlos gracias al talento del general Von Manstein y a las tropas y medios que tuvo para superar el inesperado problema y revertir la situación embolsando a los polacos. El general anotaba: «Después de duros combates e intentos de ruptura del enemigo hacia el sur, luego, hacia el sureste y, por último, hacia el este, el día 18, por fin, se desmoronó su resistencia». Las pérdidas polacas se elevaron a 50.000 bajas (18.000 muertos), 170.000 prisioneros, 500 cañones, 230 blindados y aviones y más de diez mil caballos; las alemanas se estiman en unas 20.000 bajas (8.000 muertos) y 200 blindados y cañones.
Resistir contra toda esperanza
Pero Varsovia siguió resistiendo. La Wehr- macht instó varias veces su rendición y ofreció la evacuación de los civiles, pero tal opción resultó imposible a causa de los incesantes bombardeos. Hitler se cogió un berrinche ante la tenacidad polaca y ordenó que la rendición se impusiera a sangre y fuego, rechazando toda tregua para la evacuación de los civiles, por considerar que facilitaría la resistencia. Así, el 16 de septiembre, 820 aviones lanzaron 328 toneladas de bombas causando centenares de víctimas y pulverizando algunos barrios. Con todo, siguió la defensa bajo la lluvia de metralla y los asaltos de infantería y blindados, cuya vulnerabilidad entre los escombros se advirtió por vez primera. Iba a ser un asedio lento y duro, pues los alemanes pudieron observar en sus avances la calidad de los trabajos defensivos polacos: vías de acceso obstruidas, buena elección de posiciones defensivas y túneles de comunicación entre sectores de modo que las reservas pudieran acudir a taponar los ataques y montañas de escombros. Pero Hitler urgió terminar con la resistencia a cualquier precio. A partir del 21 de septiembre, fecha en la que dejaron la ciudad los últimos diplomáticos, la artillería alemana inició un bombardeo continuo, día y noche, y el lunes, 24 de septiembre, el «lunes negro», la Luftwaffe arrojó sobre Varsovia 1.500.000 de toneladas de explosivos. Gran parte de la ciudad quedó arrasada.
A continuación llegó el «martes negro»: medio millar de bombarderos pudieron elegir los blancos entre lo que permanecía en pie ya que los polacos carecían a esas alturas de armas antiaéreas. El 26 de septiembre, los alemanes, eliminando nidos de combatientes ensordecidos, hambrientos, agotados y rodeados de muertos, avanzaron hasta el centro urbano. Finalmente, al anochecer del día 27, casi sin munición, los defensores capitularon y al amanecer del 28 cesó el fuego la guarnición de Modlin, una fortaleza en el extrarradio y último suspiro de la resistencia. De la dureza del asedio son elocuentes las cifras de bajas: de los escombros se extrajeron más de 35.000 cadáveres, en gran parte civiles; cien mil combatientes entregaron las armas y se calcula que no menos de 80.000 se ocultaron o abandonaron Varsovia para seguir la resistencia en los bosques. La guerra había concluido en Polonia. En las cuatro semanas de lucha, combatieron con extraordinario valor, perdiendo no menos de 200.000 vidas, civiles en alto porcentaje; los prisioneros ascendieron a unos 700.000 (la mitad fue enviada a trabajar a Alemania). Las pérdidas germanas testimonian la energía de la defensa: 45.000 bajas (15.000 muertos) 300 blindados y no menos de 200 aviones, proporcionalmente cifras muy superiores a las sufridas en la campaña de Francia.
Paseo entre ruinas
La victoria no entusiasmó a los alemanes. Polonia era apenas el preludio de una guerra que se presagiaba universal y larga. Según el gran historiador Alan Bullock: «Cuantas personas se encontraban en Berlín en otoño de 1939 quedaban impresionadas por la impopularidad de la guerra y el anhelo de paz» («Hitler», Bruguera, 1972). Esto pudo comprobarlo personalmente el ministro italiano de Exteriores, Galeazzo Ciano, que visitó a Hitler en Berlín el primero de octubre: «El pueblo alemán está resignado y decidido. Hará la guerra y la hará bien, pero sueña y espera la paz». Hitler tardó una semana en celebrar su victoria. El 5 de octubre llegó ante las ruinas de Varsovia: miles de polacos habían trabajado para eliminar los escombros de una avenida céntrica apropiada para un paseo en coche descubierto, por lo que el Führer pudo escuchar las aclamaciones de los soldados que cubrían las aceras ante hileras de edificios en ruinas; después, pasó revista a varios regimientos desde una tribuna erigida en un jardín decorado con grandes banderas, de modo que en noticiarios y fotografías de Prensa apenas se advertía la ruina de la ciudad. Lo que no pudo disimularse fue el hedor a cadáver. Los planes nazis para Polonia se iniciaron de inmediato: fue dividida en dos; el oeste, casi una línea recta desde Eslovaquia a Prusia, quedó asimilado al Reich; y en el este, entre lo anterior y la parte ocupada por la URSS, se creó el Gobierno General bajo el gobierno de Hans Frank, abogado y amigo de Hitler, que debía convertirlo en una colonia alemana. En los territorios asimilados se concentró a la población de origen alemán y a los polacos de tipología aria, «racialmente valiosos». Allí también vivían 603.000 judíos, que en un año desaparecieron camino de guetos y campos de exterminio. Los alemanes, unos 600.000, pudieron continuar en sus hogares y con sus ocupaciones, pero los polacos, alrededor de unos nueve millones, constituyeron un problema especial: se les cribó en busca de antecedentes arios pero, los tuvieran o no, se advirtieron que eran imprescindibles, pues movían la economía del territorio: administración, agricultura, industria, minería y servicios estaban en sus manos y, peor, resultaban escasos porque debían cubrir las vacantes de los judíos deportados. Pese a su utilidad sufrieron todo tipo de atropellos: traslados arbitrarios y reasentamientos en las zonas rurales, 200.000 de sus hijos, con apariencia aria, fueron arrancados de sus familias y enviados a campamentos de formación para que fueran «germanizados». Añádanse a todo eso las sevicias, injusticias, malos tratos, expropiaciones, detenciones y asesinatos. Eran poco más que esclavos con derechos mínimos y su vida valía lo mismo que la de un animal de trabajo. Peor aún fue, mucho peor, la suerte de los polacos asentados más al este, en la zona del Gobierno General. Pero esa es otra historia.
¿Dónde están los oficiales polacos?
A partir del 17 de septiembre, los soviéticos se apoderaron del este de Polonia, 180.000 Km. cuadrados, capturando con escaso esfuerzo a 217.000 soldados, entre ellos, a unos 16.000 jefes y oficiales. Durante los primeros meses de cautiverio, los oficiales pasaron un filtro político. Medio millar, de ideas marxistas, fueron separados y el resto diseminado por varios campos de prisioneros. Esa situación duró hasta marzo-abril de 1940. A partir de entonces, un espeso silencio. La primera sospecha de lo ocurrido la tuvo el coronel Berlin, un comunista polaco que cuando comenzaron las primeras fricciones entre Berlín y Moscú, en el otoño de 1940, recibió la orden de organizar un pequeño ejército polaco con los prisioneros. Cuando pidió a Beria que le permitiera reclutar a los oficiales, recibió una respuesta inquietante: «No podrá contar con ellos. Cometimos un grave error». Eso dio pábulo a las más pesimistas conjeturas, confirmadas cuando, el 13 de abril de 1943, Radio Berlín lanzó la noticia de que en Katyn, una región próxima a Smolensko, habían sido halladas varias fosas comunes con los restos de millares de oficiales polacos. La investigación de la Cruz Roja determinó que los cadáveres fueron enterrados a finales del invierno o comienzos de la primavera de 1940, 14 o 15 meses antes del ataque alemán a Rusia.

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