Cine

Cine

«Vértigo»: La gran pasión «necrófila» de Hitchcock

Hace 60 años, el director británico más influyente de todos los tiempos estrenaba la entonces incomprendida «De entre los muertos», una cinta plagada de interpretaciones que se encontró con las reticencias de Kim Novak y las obsesiones del realizador

James Stewart abraza a Kim Novak en una de las escenas más apasionadas de «Vértigo», de Alfred Hitchcock
James Stewart abraza a Kim Novak en una de las escenas más apasionadas de «Vértigo», de Alfred Hitchcocklarazon

Hace 60 años, el director británico más influyente de todos los tiempos estrenaba la entonces incomprendida «De entre los muertos», una cinta plagada de interpretaciones que se encontró con las reticencias de Kim Novak y las obsesiones del realizador.

Olviden todo lo que se suele decir de Hitchcock. Ya saben: el maestro del suspense, el señor orondo de esmoquin que fabrica sus peores pesadillas, la escena de la ducha de «Psicosis», el aeroplano de «Con la muerte en los talones», los entretenimientos macabros y esas historias sembradas de «macguffins», lanzadas como anzuelos para que el espectador pique y se deje arrastrar por la mentira cinemática. «Vértigo», de la que se cumplen ahora 60 años de su estreno, no es nada de eso. Es decir, también es eso, pero en este caso eso es lo menos importante. Digámoslo desde el principio: la historia tal cual de «Vértigo» es una «boutade». Quien vaya buscando en ella el engarce lógico de las piezas, la satisfacción primaria de resolver una suerte de cluedo, y divertirse a rabiar por el camino, puede llevarse una buena decepción o perderse en lo intrincado de una trama que despista de lo esencial. En 1958, la crítica norteamericana y británica se enredó en aquel sedal mal dispuesto y obvió lo esencial. «Vértigo» fue un fracaso importante en las salas. Nadie la entendió porque todos estaban mirando el dedo en lugar de la luna. Y es que «Vértigo» era, es, otra cosa, una ecuación en la que, a mayor imperfección de lo narrativo, mayor es la intensidad emotiva. El diablo está en los detalles.

Todo comienza con un dúo de escritores franceses, Boileau y Narcejac. Su primera novela conjunta había acabado en las manos de Cluzot, que rodó con ella «Las diabólicas» (1955). Hitchcock, que había leído aquella obra, se quedó con la ganas. Cuando lo supieron, Boileau y Narcejac le tendieron una trampa confeccionada ex profeso para él: «De entre los muertos» se escribió para sir Alfred y Paramount se hizo con los derechos de inmediato. «Lo que más me interesaba (de la obra original) eran los esfuerzos que hacía James Stewart (protagonista en la versión para la gran pantalla) por recrear una mujer a partir de la imagen de una muerta», aseguró Hitchcock a Truffaut en su famosa entrevista-libro. Es decir, el director era consciente de que la trama de suspense y criminal era endeble, estúpida incluso. «Me molesta el fallo que hay en el relato», le confesó al francés. Entonces, ¿por qué se lanzó a por «De entre los muertos»? Porque con ese barro mal cocido podía llegar a honduras inconcebibles en el retrato del amor, el «amour fou», la obsesión erótica, la dominación, la búsqueda y la destrucción del ideal... Mil y una vetas de interpretación a partir de la historia de un hombre con vértigo a quien se le encomienda de manera artera por un marido que quiere deshacerse de su mujer perseguir a una chica que acabará suicidándose para, tiempo después, encontrar a una mujer sumamente parecida a ella e ir reconstruyendo las piezas de su desaparición/pérdida. Todo ello narrado por Hitchcock con una morosidad nunca antes vista en su cine, de ritmo endiablado para la época: «Ese ritmo es perfectamente natural, ya que contamos la historia desde el punto de vista de un hombre que es un emotivo», aseguraba. Y es que «Vértigo» es toda una semblanza psicológica.

Un filme muy personal

Pero sigamos con los detalles de producción. Desde el principio, sir Alfred supo que aquella película era un hito en su carrera, lo más parecido a un apunte autobiográfico sobre su relación/obsesión con las mujeres. «Puedo decir que para él fue un filme muy personal, incluso cuando lo estaba rodando», dijo James Stewart. Todos lo vieron así. «Estaba sintiendo la historia muy profundamente, muy personalmente», añadía Samuel Taylor, el guionista. Por eso su meticulosidad podía ser agobiante para el resto. Pero de entrada todo fueron problemas. Hitchcock había planteado la historia para Vera Miles en el papel de la mujer perdida (Madeleine) y reencontrada (Judy). Vera era la última tentación rubia del británico, quería hacer de ella la nueva Grace Kelly. Controlaba su forma de vestir y sus amistades. Y encargó a la gran Edith Heat, la mejor diseñadora de vestuario de Hollywood, que confeccionara un armario, peinados y maquillaje para esta cinta. Pero a la hora de la verdad Vera se quedó embarazada. El estudio pensó en Kim Novak. Aunque, «la señorita Novak –narraba Hitchcock– llegó con la cabeza llena de ideas que, desgraciadamente, no podía compartir».

El director no buscaba una cabeza pensante; lo tenía todo ya cerrado en la suya. Novak no quería el vestuario ni los peinados de Vera Miles. «Anunció que no iba a llevar un traje gris con su pelo teñido de rubio para la cámara en Technicolor, puesto que temía que se la viera vaga y desteñida», recordaba Edith Head. Hitchcock estaba que trinaba: «Le hice comprender que la historia de nuestra película me interesaba mucho menos que el efecto final, visual, del actor en pantalla». Básicamente que no iba a renunciar a nada de lo que había previsto. De hecho, se propuso desarmar del todo a Novak, según el productor Herbert Coleman: «Consiguió hacer que se sintiera como una niñita desvalida e ignorante, y eso era exactamente lo que quería... romper su resistencia». El aspecto visual es más importante en «Vértigo» que quizás en ningún otro filme de Hitchcock. Con él aspiraba a tocar la fibra de la verdadera naturaleza del amor, de esa persecución prácticamente «necrófila», en palabras del director, de una mujer o del ideal de la mujer, «la imagen sexual imposible» que intenta alcanzar Stewart (Scottie en la ficción). «Todos sus esfuerzos para recrearla cinematográficamente son presentados como si la intentara desnudar en lugar de vestirla». Y es que Stewart se empeña en que Judy vista como Madeleine y es en esas escenas del encuentro con Judy y su reconfiguración como Madeleine (por ahí asoma «Pigmalión») donde visualmente se la jugaba Hitchcock. Aquello debía ser una especie de sueño. Todo el filme tiene la cualidad de un paseo sonámbulo por el amor y la muerte. En la primera parte se usaron filtros de niebla para envolver a Madeleine: «Conseguíamos así un efecto coloreado de verde por encima del brillo del sol». En la segunda mitad, en el apartamento de Judy, un neón verde fuera del edificio permite replicar esos filtros: «Vuelve verdaderamente de entre los muertos». Stewart, amante melancólico, enajenado por un ideal, acaricia el milagro erótico de la «repetición», la única felicidad posible según Kierkegaard, al cambiar el cabello de su nueva amada para parecerse a la anterior. La repetición junto con la anulación: «Este hombre quiere acostarse con una muerta», apunta el británico.

Hay toda una mecánica de atracción-repulsión en la cinta, un perfecto encontronazo entre Eros y Thanatos. En la última página de guión, Hitchcock, ese mal amante según todos los cánones sociales (controlador, celoso, perverso, obsesivo...), escribió que, en el abrazo final, «los ojos de Scottie están llenos de dolor y de la emoción de odiarla y de odiarse a sí mismo por amarla a pesar de todo». Está claro que el director estaba abrazando él mismo a su ideal de «mujer misterio: rubia, etérea, nórdica...». Amándola y odiándola a su vez. Nadie como Hitchcock filmó con tanta pasión y tanto ensañamiento a sus rubias predilectas, elevándolas a los altares solo para vejarlas un minuto después. Y es que la suya es una aspiración castrada por totalizar el amor, devorar al objeto amado. Según Donald Spoto en «La cara oculta del genio», el realizador «elegía la fantasía por encima de la realidad, y no podía responder a los estímulos de una mujer hasta que ésta fuera remodelada para encajar con su sueño. Los conflictivos sentimientos de Hitchcock respecto a las mujeres fueron quizás la más dramática y dolorosa realización de su experiencia de una personalidad dividida. Por un lado, la Mujer era la abstracción, casi una diosa remota en su pureza y frialdad. Pero –''en el asiento de atrás de un taxi'', como le gustaba decir–, lo que una tal mujer podía hacer era lo que él realmente deseaba que hiciera».

Fracaso de taquilla

Como ya dijimos más atrás, «Vértigo» fue un fracaso. «Cubrió gastos», decía Hitchcock. Generó 2,8 millones de dólares, los 2,4 que había costado. Aunque se estrenó el 9 de mayo en San Francisco (ciudad en la que está ambientada), concursó en el Festival de San Sebastián, con Concha de Plata para el director y su protagonista. Solo obtuvo dos nominaciones al Oscar, vestuario y sonido. Orson Welles dijo que era mala, peor que «La ventana indiscreta». Y no fue hasta años después que «Vértigo», una de las cintas con mayor capacidad de evocación y variedad de interpretaciones, empezó a conquistar su espacio, exactamente el top 10 de las mejores películas de la historia, un lugar del que no la apea nadie desde entonces. También aquí, como en la fantasía necrófila de Scottie y en el alma de todos los amantes melancólicos, las segundas oportunidades son posibles. «No hay nada que debas hacer. Nadie te posee. Estás a salvo conmigo», le dice Scottie a Madeleine. Le dice Hitchcock a su «mujer misterio».