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Los latidos del viejo Panamá

larazon

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Recorremos las alegres callejuelas del casco antiguo de la perla del Pacífico. Y nos encontramos con la nueva cara de un barrio con aroma colonial y rincones deliciosos que transportan al visitante a un viaje por el tiempo.
Felizmente rescatado, como si fuera un pecio sepultado bajo las aguas durante siglos, los panameños exhiben con orgullo el casco viejo de su capital, un tesoro local y universal –así lo vio la Unesco en 1997 al declararlo Patrimonio de la Humanidad– que lentamente se ha ido sacudiendo el polvo del tiempo hasta revivir el señorío que la ciudad acumuló siglos atrás.
Anclada en el barrio de San Felipe, esta hermosa península, que mira de frente a la alborotada ciudad moderna, es una caótica mezcla de herencias española, francesa y norteamericana, que cada día se hace más bella desde que sus bulliciosas callejuelas se sometieron a una restauración que aún no ha terminado. Embriaga los sentidos y alegra el espíritu un paseo por este puñado de cuadras impregnado de aroma colonial, que despliega una arquitectura monumental en extraña armonía con sus caserones destartalados, muchos abandonados en los años cuarenta del siglo pasado por las familias ricas que decidieron trasladarse a la ciudad nueva.
Desde el casco viejo –convertido en una zona de moda con nuevas tiendas y restaurantes– se dicta el rumbo del país, pues en sus calles se aloja el palacio presidencial de las Garzas, imponente frente al mar y la historia; no en vano es uno de los edificios civiles más antiguos del país, construido en 1673 como residencia del gobernador español. Nuestro paseo es generoso con la vista y los sentidos, pues nos depara rincones mágicos, teatros y museos señoriales, iglesias centenarias, coloridas fachadas y balcones, un decorado genuino en el que los panameños hacen su vida al lado de los turistas como si de una representación de teatro improvisado se tratara.
Así sucede con la plaza Simón Bolívar, en cuyo centro se erige la estatua del célebre libertador. El prócer venezolano soñó aquí, en lo que hoy se conoce como Salón Bolívar, con la creación de una confederación centroamericana que tuviese como capital a Panamá. Esta plaza tiene a su alrededor no pocos atractivos, desde el hotel Colombia hasta la iglesia San Felipe Neri, con su torre rematada en madreperla. Nos asombramos después ante el Teatro Nacional, construido por el mismo arquitecto que proyectó la Scala de Milan, Gennaro Nicola Ruggieri, y que fue inaugurado en 1908 con una representación de «Aída».
Es obligatorio el paso por la plaza de Francia, presidida por un obelisco y un busto de Ferdinand de Lesseps, el ingeniero galo que lideró el primer intento de construir el Canal a finales del siglo XIX. Ya saben, aquella odisea que terminó con miles de trabajadores muertos y el camino expedito para los norteamericanos, que años después (1914) pusieron el broche a la mayor obra de ingeniería de la época. Al final de la plaza de Francia se encuentra el Paseo de las Bóvedas, que sirvió de sistema defensivo de la ciudad y prisión, y que ha mutado hoy en un pintoresco escenario romántico donde los niños juegan y las parejas se besan. Subiendo por la escalinata llegamos al paseo del General Esteban Huertas, donde se puede comprar artesanía indígena de los kuna y escuchar a músicos callejeros. Si el caminante levanta la mirada y la fija en el horizonte verá con asombro un perfil salpicado de rascacielos. No sabrá entonces qué es más excepcional, si el tesoro viejo y colonial por el que pasea o el paisaje neoyorquino que se alza a lo lejos.
La capital panameña fue fundada dos veces. La primera, en 1519 por el gobernador Pedro Arias Dávila, quien la convirtió en el primer asentamiento europeo en la costa del Pacífico de América. Aquella incipiente urbe, toda de piedra, constaba de siete conventos y sirvió como punto de partida para las expediciones por el resto de América. También era zona de paso tanto de mercancías como de personas con rumbo a Europa procedentes de América del Sur. Más de la mitad de los metales preciosos del Nuevo Mundo pasaban por el istmo, convertido en un rico lupanar para los piratas. Así fue como Henry Morgan arribó a estas tierras y saqueó a conciencia Panamá la Vieja.
El nuevo gobernador, Fernandez de Córdoba, se encontró una ciudad reducida a escombros y decidió fundar a varios kilómetros de distancia dos años después, en 1673, lo que actualmente constituye el casco viejo. Hasta aquí se trasladaron piedra a piedra algunos edificios que habían sobrevivido al asedio. Desde el principio, se le otorgó un carácter militar, de ahí su aspecto fortificado, con murallas de hasta doce metros de altura y tres de espesor, que hoy apenas resisten en pie.
Así es la vieja Panamá, un balcón recoleto, crisol de culturas, una brisa del Pacífico que sumerge suavemente al visitante en la historia de la que fue la primera ciudad erigida en el Mar del Sur.