Woody: 80 años
Empezó en el cine improvisando. Pero, desde entonces, Allan Stewart Konigsberg, que es su verdadero nombre, ha creado numerosas obras maestras y casi una película por año desde 1969.
Empezó en el cine improvisando. Pero, desde entonces, Allan Stewart Konigsberg, que es su verdadero nombre, ha creado numerosas obras maestras y casi una película por año desde 1969.
Lo más sorprendente de Woody Allen, que cumplirá 80 años el próximo martes, es su falsa modestia. Sobre todo cuando adviertes que ni es falsa y que ni siquiera es modestia: simplemente no le apasiona su cine. Primero parece la típica pose de genio arrogante que te la quiere dar con queso, pero ojo: este es el hombre que quiso convencer a la United Artists para que no estrenaran «Manhattan» a cambio de dirigir gratis otra película para ellos. Se avergonzaba de lo que había hecho. Estamos hablando de «Manhattan», no de «A Roma con amor». Es precisamente en la obra maestra que rodó en 1979 donde su personaje dice: «El talento es cosa de suerte. Lo más importante del mundo es el valor». En la vida real, matiza: «El valor artístico no es gran cosa, porque no implica un riesgo de vida o muerte, o de sufrir lesiones físicas. Valor es trabajar para la resistencia durante la guerra». No es extraño, pues, que sus agentes tuvieran que empujarle al escenario para que se convirtiera en uno de los humoristas de club más exitosos de los cincuenta. Cada vez que el público aplaudía, Allen se tapaba los oídos. Y no era una broma.
Un gran desconfiado
Desconfiaba de los halagos, del mismo modo que desconfiaba de la fama efímera pero exigente de la televisión, donde ejerció de guionista estrella, y que pronto abandonó porque la consideraba un «medio de usar y tirar. Alguien que sea buenísimo en la radio o en la tele es como un pintor del Renacimiento que trabajara sobre la arena». Desconfía, en general: por eso tiende a repetir con el mismo equipo, para sentirse protegido.
Lo echaron de la New York University, donde se matriculó en producción cinematográfica para contentar a sus padres. Se lanzó, por tanto, a dirigir cine como quien improvisa un monólogo, a la brava: en el último minuto, la United Artists no quiso contratar a Jerry Lewis para dirigir «Toma el dinero y corre», y Allen, que nació llamándose Allan Stewart Konigsberg, tuvo que ponerse manos a la obra. Desde 1969 hasta el que nos ocupa –su nueva película, la primera que rueda en digital y con oscarizado Vittorio Storaro detrás de la cámara, ya está en fase de posproducción– ha firmado casi un título por año. Podría decirse que su estajanovismo es una forma de huir de la muerte, una de sus numerosas obsesiones.
La muerte, la religión, el judaísmo, el amor y sus traiciones, el azar y sus caprichos, la música, Nueva York, el sentido de la vida... Esas obsesiones son notas que, recombinadas, desafinadas o tocadas por la gracia del genio, se repiten una y otra vez en una única línea melódica, casi como en una película de Ozu; de un modo más redundante, incluso, que en las obras de sus más admirados Bergman o Fellini. Allen sigue sin decidirse si ser Chejov o Dostoievski, aunque la sabiduría sobre la condición humana que transpira su filmografía esté a la altura de la de los maestros rusos.
No es el momento de criticar el último tramo de su obra, ni su descuido formal ni su precipitada urgencia. Acaso habría que recordar que este confeso autodidacta, que afirmó que dos semanas son suficientes para aprender lo básico sobre técnica cinematográfica y que el secreto está en rodearse de gente con más talento que tú, filmó, en el periodo de quince años que abarca de 1977 a 1992, «Annie Hall», «Interiores», «Manhattan», «Zelig», «Broadway Danny Rose», «La rosa púrpura del Cairo», «Hannah y sus hermanas», «Otra mujer», «Delitos y faltas» y «Maridos y mujeres»; para el que esto suscribe, diez obras maestras. ¿Hay alguien en el cine norteamericano en las últimas cuatro décadas capaz de enmendarle la plana?
Absoluta libertad
Quizás lo más admirable de Allen es que, si hablamos de independencia creativa en el seno de la industria, no tiene rival. Desde que se compró su sala de edición y posproducción en 1979 y consiguió, tras el éxito de público de «Manhattan», trabajar con absoluta libertad, ha sabido construir una mecánica de trabajo invariable e inasequible a crisis y desalientos. No hay quien le tosa en lo que concierne al «director’s cut», y todos los actores del universo mundo saben que tienen que bajar sus salarios al mínimo para trabajar con él, aceptando a ciegas sus condiciones, a saber: que tendrán que conformarse con leer las páginas del guión donde aparece su personaje, que no habrá ensayos y que todas las instrucciones que recibirán de su admirado capitán de barco será un «corten» sin palmadita en la espalda.
Es una metodología que Mia Farrow encontraba intimidatoria, pero que le ofreció los mejores personajes femeninos de toda su carrera. Una metodología, en fin, que sintetiza la filosofía de Allen: pequeño pero matón, para él lo que cuenta es lo que se ve en pantalla. Y los actores, como sus irredentos fans europeos, rara vez quedan descontentos.