Atletismo
Efeméride: Granada, la isla de las medallas perdidas
La intervención militar en Granada fue la excusa del bloque comunista para boicotear los juegos de los ángeles 1984
El celebérrimo «efecto mariposa», sí, esa concatenación de hechos que provoca un terremoto en Nueva York cuando un lepidóptero aletea en Pekín. En el otoño de 1983, una mosca voló sobre Granada, isla diminuta del Caribe, y el seísmo hizo que se tambalease medio mundo, desde la Casa Blanca al Kremlin, con serio riesgo de derrumbe en la sede del COI de Lausana. Pese a los desvelos de Juan Antonio Samaranch, el deporte no pudo quedar al margen de la política en los últimos estertores de la Guerra Fría. Los Juegos Olímpicos se convirtieron en el último rehén de las dos superpotencias y de sus países satélites.
Maurice Bishop era el primer ministro de esta nación de la Commonwealth, un carismático líder de la izquierda que flirteaba con los países comunistas sin decidirse a ponerse abiertamente a las órdenes de Moscú. Su juego a dos barajas cansó a Yuri Andrópov, el último dinosaurio de la línea dura que dirigió el PCUS, que lo mandó derrocar por una conspiración liderada por Bernard Coard, su colaborador más cercano, y el general Hudson Austin, dos comunistas sin fisuras ideológicas. La ejecución sumaria de Bishop, el 19 de octubre, desató la operación Urgent Fury (Furia Urgente) mediante la que los marines de Ronald Reagan desembarcaban en Saint George, la capital granadina, y tomaban el control del país en apenas tres días.
Era la excusa que andaba buscando la Unión Soviética para vengar la afrenta estadounidense de cuatro años atrás, cuando los Estados Unidos promovieron el boicot de los Juegos de Moscú en respuesta a la invasión de Afganistán. En noviembre, los rusos ya habían insinuado a través de canales oficiosos que no acudirían a Los Ángeles 84, aunque Samaranch confiaba en sus dotes diplomáticas. «Soy optimista y, al igual que hemos superado otros momentos difíciles en el pasado, confío en que la invasión de la isla de Granada no impida que tengamos unos grandes Juegos», decía en una asamblea de la Asociación de Comités Nacionales Olímpicos de Europa celebrada en... Granada, la ciudad andaluza.
Los esfuerzos diplomáticos de Samaranch, que cultivaba relaciones de privilegio con el bloque del Este, fueron vanos. Después de seis meses de escalada en las declaraciones, la Unión Soviética anunció el 8 de mayo que no participaría en los Juegos de la XXIII Olimpiada aduciendo que temía por la seguridad de sus deportistas en suelo estadounidense. En cascada, otros diecisiete países se sumaban al boicot ordenado por el Kremlin, todos los que sufrían una dictadura comunista excepto tres: Yugoslavia y China, que se habían alejado hacía tiempo de la órbita de Moscú, y la Rumanía de los Ceaucescu, que sorprendentemente rompió la disciplina monolítica del Pacto de Varsovia.
La delegación rumana, recibida con una atronadora ovación en el desfile que cerró la ceremonia inaugural en el Memorial Coliseum, demostró el poderío del deporte de Estado de los países comunistas, al concluir en la segunda posición del medallero con 53 preseas, veinte de ellas de oro, y el lamento por los muchos duelos que jamás tuvieron lugar. ¿Cómo hubieran perturbado el ultrajante dominio local las nadadoras y atletas de Alemania Oriental, los boxeadores cubanos o los boxeadores iraníes? ¿Habría ganado Marie Lou Retton el concurso general de gimnasia de haber participado las diosas rusas? ¿Cómo de difícil se lo habrían puesto los cracks lituanos –Sabonis, Kurtinaitis...– y los gigantes del CSKA –Tachenko, Pankrashkin...– dirigidos por el coronel Gomelski?
La respuesta llegó cuatro años más tarde, en Seúl 88, donde Estados Unidos dividió su cosecha por más de dos (36 oros frente a 83) y bajó al tercer puesto; la Unión Soviética y la República Democrática Alemana encabezaron el medallero con más de cien trofeos cada una; y Hungría y Bulgaria se contaron entre las siete delegaciones que sumaron más de diez títulos olímpicos.
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