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Maradona

El Diego que yo conocí

Maradona era sencillo y cordial en el trato. Nada que ver con el ciclotímico personaje público que alternaba su eterna sonrisa con unos cabreos monumentales

Maradona, junto a Messi, Di Stéfano y el autor del artículo
Maradona, junto a Messi, Di Stéfano y el autor del artículodi estefano messi y maradona 3la razon

La primera vez que me topé con Diego Maradona fue el 5 de mayo de 1984 a la salida de los vestuarios del Bernabéu. Apenas una hora antes había terminado, como un vulgar partido entre macarras de barrio, la final de Copa. Un servidor se coló y fue a por el autógrafo del número uno. Salió, lo tuve a menos de un metro de distancia, pero fue imposible requerirle la rúbrica porque iba medio groggy. Parecía ido, no sé si por el lío que se había montado con la mayor tángana de la historia del fútbol patrio, por los puñetazos y patadas que había recibido de Goikoetxea o por ambas cosas a la vez. Por si fuera poco, iba guarecido por dos gorilas con cara de pocos amigos y tampoco era cuestión de arriesgar el pellejo más de la cuenta.

Pasaron los años, se fue del Barça por la puerta de atrás, fue campeón del mundo en ese México 86 que tenía que haber sido Colombia 86, triunfó en el Nápoles, le robaron la final del Mundial 90 con un penalti inexistente, le echaron del de Estados Unidos por dopaje y cayó en la sima de las drogas.

Mi llegada a la dirección de Marca en 2007 me regaló la oportunidad de conocerle más a fondo, gracias a Juan Castro, el único periodista del que se fiaba plenamente urbi et orbi. No daba entrevistas a nadie... excepto a Marca. Lo primero que me llamó la atención fue su sencillez y cordialidad en el trato, nada que ver con el ciclotímico personaje público que alternaba su eterna sonrisa profidén con unos cabreos monumentales. Eso sí: cada entrevista era una epopeya. Te citaba a las 10:00 de la mañana y te recibía bien entrada la tarde tras no menos de un par de aplazamientos. Aceptábamos encantados esta informalidad porque nos había concedido un monopolio informativo que, además, ponía de los nervios a nuestros rivales. Y sobra decir que escuchar a El Pelusa hablando de fútbol era una delicia. También le estaré eternamente agradecido por dar el plácet a la foto que nadie nunca había conseguido antes y jamás nadie logró después: la suya con otro argentino de pro, el entrañable Di Stéfano, con el que desde hacía un par de décadas se llevaba a matar. Hubo que convencerles a él y a don Alfredo. Costó, pero, finalmente, en noviembre de 2009, coincidiendo con un partido de la Argentina que él dirigía, nos anotamos un tanto para la historia juntando a la pareja con un invitado de excepción, Leo Messi. Había más periodistas que en una rueda de prensa de Madonna o Beyoncé. Vinieron de los países más insospechados y hubo pleno de medios argentinos. Aquella tarde-noche en el Mirasierra Suites me la llevaré grabada a la tumba. Fue un exitazo para Marca. Y de lo futbolístico qué quieren que les cuente. Bueno, sí, la estampa de ese Bernabéu puesto en pie y ovacionándole estruendosamente tras el golazo que metió al Madrid en junio de 1983 tras dejar sentado a medio equipo merengue. Uno, que con 15 años estaba allí, sólo ha visto algo parecido con otro gol de antología metido por Ronaldinho en 2005 en la catedral blanca. Sea como fuere, me quedo con la pena de no haber vivido esa llegada a Buenos Aires tras ganar la Copa del Mundo en 1986, una escena que el gran Valdano relata echando mano de su ingenio interminable: «Parecía que había vuelto Jesucristo a la tierra». Éste es el Diego que yo conocí: tan amigo de sus amigos como enemigo de sí mismo. Algo que, otra vez Valdano, sintetizó en otro aserto para la posteridad: «Maradona fue víctima del mito que todos contribuimos a crear».