Pinto
El ruego: «Afloja, Richie»
En el día en que Nelson Mandela cumple los años, 95 ya y que sigan muchos más, que sea inmortal su estela y ejemplo siempre, se invita a que cada ser humano dedique 67 minutos a realizar una buena obra en honor a los años que Madiba entregó a la lucha por los derechos humanos. Chris Froome, keniano de nacimiento pero surafricano de adopción, desde que de pequeño sus padres se separaron y él decidió irse con su padre a Johannesburgo, encarcelarse en un internado y activar cada noche el despertador a las cinco para salir a entrenar, y después a la escuela –los buenos modales que muestra y su recato de ahí vienen–, siente la obligación moral de empeñarse en ello, «de inspirar a los jóvenes africanos a que sean capaces de lograr todas sus ambiciones».
Gestos de inspiración, que no de rendición, en ese corazón que no aguanta, las piernas que no pueden estarse quietas un segundo, como el artista al que en mitad de la noche, metido en la cama, un torrente de ideas le llega de repente y, veloz, salta de entre las sábanas para colocarse delante del caballete, pincel en mano, y dejar fluir toda su energía, ahí está Alberto Contador. ¡Qué ansia y cuánta desesperación! Al chico de Pinto le da igual todo, la foto del podio, el segundo puesto... Lo único que quiere es sentirse bien, reventar el Tour y ponerlo de su lado como tan acostumbrado estaba hasta hace bien poco. Decide Contador al coronar por primera vez el Alpe d'Huez que se tiene que marchar de allí, que la inspiración le ha llegado. Agarra a Kreuziger, tercero en la general, y atacan en el descenso de Sarenne. O revientan ellos o reviento yo, piensa Contador.
Morir en el campo de batalla siempre es más honroso, ¿verdad? Así, las familias podrán contarlo para la posteridad, podrán enorgullecerse al recibir las visitas de los amigos a su tumba. Defendió su honor y el de los suyos hasta el final, contarán. Eso quiere Contador, aunque no logra más de una veintena de segundos entre el final del descenso y el acercamiento al segundo campo de combate, de nuevo el Alpe d'Huez. En las 21 curvas, un millón de personas; Contador claudica cuando el Movistar se enfurece y tira. Le quedan más de 7 kilómetros y no puede seguir la rueda de Quintana y de Purito, de Froome y de Porte.
Así que Contador nada ve de lo que sucede delante, cuando Froome revienta, cuando Nairo le ataca, crecido, y Purito –chiquititos los dos pero gigantes en el Alpe d'Huez– le sigue. Y el surafricano, lejos de pensar en dar un ejemplo a sus compatriotas, lo que necesita es azúcar. Lo ha buscado antes, mirando hacia atrás desesperado, pero el Jaguar del Sky no aparece en su ángulo de visión cuando gira la cabeza. Hasta los últimos cinco kilómetros no aparece: «Un problema mecánico». Hasta los coches de lujo lo tienen. Para entonces el reglamento prohíbe entregar alimentos a los corredores. «Pero me sentía vacío, tenía que hacerlo», confiesa. La maniobra le cuesta veinte segundos de sanción. Puede permitírselos, igual que el minuto que se deja con Quintana y Purito, igual que la etapa que dejó a Riblon, vencedor por delante de Van Garderen, pero no la debilidad. «Tuve que pedirle a Richie que aflojara», contó después. «Es humano», se rumorea.
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