Boxeo

El niño al que le robaron la bicicleta

Muhammad Ali fue el negro guapo, el boxeador bueno, el hombre que se negó a ir a Vietnam, el bocazas a quien todos odiaban, el rey del mundo, el ídolo de América

Muhammad Ali
Muhammad Alilarazon

Muhammad Ali fue el negro guapo, el boxeador bueno, el hombre que se negó a ir a Vietnam, el bocazas a quien todos odiaban, el rey del mundo, el ídolo de América

Nunca se conocerá el nombre de ese ladrón de bicicletas y es probable que el destino jamás pueda agradecerle su pequeño hurto. Lo más seguro es que ya haya muerto y que sus restos descansen en un cementerio local, bajo una lápida grabada con un par de fechas y unos apellidos sin lustre que a casi nadie le importan. Pero el mundo está en deuda con ese anónimo ratero de Louisville. A él se debe el nacimiento de un mito. Cuando decidió levantar aquella Schwinn de color rojo y negro, que había costado 60 dólares en una tienda, sabía bien lo que hacía, incluso lo que podía reportarle la reventa de esa ganga en el mercado, pero también es bastante posible que no previera las consecuencias de su acto. Esa tarde de verano de 1954, obligó a que un muchacho de doce años, al que aún se conocía por el nombre de esclavo de sus antepasados, entrara enfurecido en un gimnasio. Ese chico, que llevaba sangre blanca y negra en sus venas, buscaba Justicia –con mayúscula. Y, al crecer, volvería a reclamarla en más ocasiones–. Un fulano le había soplado a aquel crío insolente que en ese sótano había un hombre de Ley, un tal Joe Martin. Un tipo duro, cínico, con el pelo cano, que tuvo la paciencia de escuchar las quejas airadas de ese mozalbete descarado.

–Todo eso está muy bien, pero ¿sabes pelear?, le preguntó cuando el chaval acabó de expresar sus quejas.

–No, pero pelearía.

–Entonces, ¿por qué no aprendes, antes de ir desafiando a la gente?

Seis semanas después, Cassius Clay afrontaba su primer combate en un cuadrilátero. Todo hombre se construye sobre los cimientos de una leyenda, real o falsa, aunque ésta es verídica. Muhammad Ali pertenece a esa clase de individuos que no requieren la épica de ninguna película. Su vida es su mejor guión. Faulkner no podría mejorar sus caídas ni aquel Hemingway de «Forajidos» hacer más grandes sus hazañas. Levantó su primer cinturón cuando la fotografía aún era en blanco y negro, y continuaba ahí de pie, en medio del ring, cuando las imágenes se revelaban en color.

Muhammad Ali fue un boxeador generoso, que deja la rara impresión de que llegó al pugilismo para agrandar las figuras de sus oponentes más que la suya. Los triunfos que le han dado la inmortalidad han vuelto inolvidables a sus adversarios. Hoy, pocos recordarían a Liston, Frazer o Foreman si no fuera por sus estrepitosas capitulaciones, por esa manera tan elegante de besar la lona como si fueran los pies del Papa. Él consiguió que las derrotas de esos titanes parecieran victorias y que la historia ya nunca más se atreviera a reducir sus logros a una nota a pie de página.

Clay/ Ali proviene de esa raza de almas capaces de alterar el orden lógico que rige en la naturaleza: que retroceder en un ring resultara tan peligroso como avanzar, que las esquivas fueran igual de letales para sus oponentes como encajar un «swing» o que levantarse del suelo, como hizo ante Frazer, fuera un gesto más ovacionado que la victoria de su rival. Él dio una nueva medida al cuadrilátero, igual que Euclides le dio una nueva teoría a las matemáticas.